jueves, 17 de enero de 2013

Palabra de Dios: Segundo domingo del tiempo ordinario

Domingo, 20 de enero


Texto evangélico:

Is 62,1-5: Los pueblos verán tu justicia, y los reyes tu gloria. 
1 Cor 12,4-11: En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.
Jn 2,1-11: Haced lo que él os diga.



Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.


Hoy queremos centrar nuestra reflexión en el Evangelio de San Juan, el evangelista teólogo que, como el águila, se remonta a las alturas para poner ante nuestros ojos la hondura y profundidad del misterio de la salvación de Dios realizada en Jesucristo.

La escena que hoy contemplamos es una de las más bellas del cuarto Evangelio, así como de un gran contenido teológico. Es la escena de las bodas de Caná, un pueblecito muy cerca de Nazaret. A esta boda fueron invitados Jesús con sus discípulos y la Virgen María. Participar en un acontecimiento de este género supone compartir con los novios y familiares la alegría que les embarga en esos momentos, alegría que debe ser extrapolable a la misma alegría que penetra y recorre de los pies a la cabeza todo lo cristiano, porque el cristianismo es fiesta, don y gracia. Es salvación, operada por Jesucristo. Teológicamente hablando, en esta escena Jesús aparece como el esposo y la Iglesia es la esposa. La Madre del Mesías prefigura a la Iglesia y los invitados son todos los que pertenecen a ella. El signo del banquete prefigura la Eucaristía como pacto nuevo y fiesta, donde se celebra el convite del amor.

El Evangelio tiene como tema el milagro de la conversión del agua en vino. Un vino distinto, nuevo, mejor que el anterior, de tal modo que el mayordomo llama al novio y le dice: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora>. Un vino bueno que, en palabras de San Ireneo de Lyon, es el Evangelio nuevo, el nuevo orden: la novedad del Reino y su mensaje de salvación, que encarna, predica y realiza en plenitud Jesucristo.

Por eso, el mismo San Juan se hace eco en el pasaje de la samaritana (4,1-26) de las consecuencias de la radicalidad de esta novedad: Jesucristo es la Vida Nueva que sacia en plenitud, por eso, el que beba agua que él da, nunca más vuelve a tener sed. En otras palabras, sólo salvación que realiza Jesucristo es posibilitadora de la plenitud de sentido, que el hombre se afana en encontrar. El Evangelio es una novedad, una vida divina regalada por Dios al género humano y no merecida por el hombre.

San Ignacio de Antioquía aborda también la simbología del vino nuevo y nos sumerge en otra de las muchas dimensiones que contiene esta realidad. En efecto, este santo padre nos hace caer en la cuenta de que el agua que se convierte en vino no es un agua cualquiera, sino agua destinada para la purificación que los judíos tenían que realizar antes de tomar alimentos. Así, la conversión está indicando que la salvación plena y definitiva no es la veterotestamentaria, que no rebasa el nivel de las promesas, sino que lo es la salvación de Jesucristo, cumplimiento y personificación de las promesas hechas por Dios a su pueblo. El agua simboliza los antiguos ritos judíos; el vino nuevo es la sangre de Jesucristo, derramada para la remisión de nuestros pecados. El agua no salva; la sangre de Jesucristo, sí. El teólogo Henri de Lubac comenta este episodio y dice: «Jesús convierte el agua de la letra de la ley de de la purificación, en el vino del Espíritu, del amor a Dios en "espíritu y en verdad"».

Para San Bernardo, el milagro de la conversión del agua en vino está demostrando el poder divino en toda su potencia. Pero en este milagro se significa otro cambio, que es también obra del poder de Dios y que es mucho mejor y más saludable para nosotros: todos nosotros hemos sido llamados a las bodas espirituales, en las que Jesucristo, nuestro Señor, es el Esposo.

En este misterio de la salvación no podía faltar la Virgen María, unida indisolublemente al misterio de Cristo, su Hijo, como muy bien nos lo indica el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 53). María es la Madre del Redentor, y, en consecuencia, asociada a la obra de la salvación. Ella coopera con el Hijo en la obra redentora. Éste, y no otro, es el trasfondo teológico que se encierra en el corto, pero profundo e intenso diálogo que se establece entre Jesús y su Madre, a propósito de la falta de vino. María, la Madre, constata y advierte el hecho, es decir, la necesidad humana: «No tienen vino». Jesús recoge esta invitación-petición, respondiendo de un modo enigmático: <<Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora».

La «hora», al entender de los especialistas en Sagradas Escrituras, más que la indicación de un principio de algo, es una categoría teológica que San Juan utiliza para indicar el momento de la plenitud de Jesús: el de su Pasión-Muerte-Resurrección y glorificación junto al Padre. A pesar de todo, la Virgen Madre, con extrema sencillez y dulzura, así como con una gran confianza en el poder de Dios, le dice a los sirvientes: «Haced lo que Él os diga». Jesús actúa, y convierte el agua en vino únicamente porque ésa era la voluntad del Padre, que María, desde su silencio y generosidad, acoge en lo profundo de su corazón.

«Haced lo que Él os diga», ¡qué hermosa jaculatoria para que nosotros la pensemos y meditemos muchas veces a lo largo de nuestra vida! Convirtámosla en lema de nuestra vida. Hagamos siempre lo que Cristo nos diga.

Cuando estéis implicados en tramas y problemas casi insalvables, «haced lo que Él os diga». Cuando os encontréis en medio de dificultades insolubles que os torturan y desasosiegan, «haced lo que Él os diga».

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