miércoles, 13 de febrero de 2013

Palabra de Dios: Primer domingo de Cuaresma

Domingo, 17 de febrero

Texto evangélico:

Dt 26,4-10: Clamamos al Señor y escuchó nuestra voz. 
Rom 10,8-13: Si tus labios y tu corazón profesan que Jesús es el Señor, te salvarás. 
Le 4,1-12: No tentarás al Señor tu Dios. 

Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Uno de los llamados «tiempos fuertes» litúrgicos que celebra la Iglesia a lo largo del año es el tiempo de Cuaresma que se inauguró el pasado miércoles de ceniza. La Cuaresma, lo mismo que el Adviento o la Navidad, es un tiempo de gracia y de misericordia que Dios concede al hombre. Es un tiempo de encuentro del hombre consigo mismo, de autoconversión, como paso previo al encuentro y al diálogo intenso con Dios. Cada tiempo tiene su motivo, su lema propio, pero con un mismo eje de convergencia: la salvación de Dios al hombre, a la que éste debe responder desde la superación y el vencimiento constante de sí mismo, es decir, desde una actitud de permanente conversión al Señor. Éste es el tema que late en el fondo de las tentaciones de Jesús que sirven de pórtico de entrada al tiempo de Cuaresma.

Las tres tentaciones que nos presenta el evangelista San Lucas simbolizan todas las tentaciones que el ser humano pueda sufrir, ya que en ellas se contienen las grandes líneas que configuran la historia de los deseos, pasiones, ambiciones y miserias humanas.

La primera tentación podríamos denominarla como la seducción del tener. Es la tentación del materialismo puro y duro que está secando en su raíz más honda el corazón del hombre. En nuestras sociedades cada día importan menos el ser y los valores que lo encarnan: el amor, la paz, la justicia, la misericordia. Son cosas -se comenta vulgarmente- que ya no se estilan; es más, preocuparse de semejantes valores es «cosa de tontos». Lo exitoso y novedoso está en lucir, presumir, ser alguien «con poder e influencias», ganar mucho dinero. Así se liquidan y disuelven los valores del Reino de Dios y se aúpan los «valores» -contravalores, más bien- del reino de los hombres.

Los cristianos, hemos de estar muy atentos, <<vigilantes>>, en expresión bíblica, para no caer en la trampa de la llamada «inversión de los valores» que convierte lo malo en bueno, dando como resultado la pérdida del mal como punto de referencia, y, en consecuencia, como afirmó el papa Pío XII, la pérdida de la conciencia de pecado.

El hombre no vive de «solo pan» sino, ante todo, de la palabra que sale de la boca de Dios. En términos soteriológicos, el hombre es impotente, lo humano es incapaz de salvarse a sí mismo.

La segunda tentación es la seducción del poder y de la gloria, íntimamente ligada a la anterior. En efecto, dinero, poder y éxito constituyen la tríada divina del hombre poscristiano de las sociedades postmodernas, quien cree -con una buena dosis de ingenuidad- que ha hecho realidad el mito adámico del «... y seréis como Dios» (Gén 3,5). En su intento prometeico de querer ser Dios, el hombre lucha por derribar a Dios de su trono, para convertirse él mismo en Dios. Por ello, no tiene otra moral -si es que puede ser llamada así- que la del «todo vale», con tal de conseguir lo que se proponga, sin importarle la bondad o maldad, ni de los medios, ni de los fines; al fin y al cabo, él está situado más allá del bien y del mal, como afirmó Nietzsche. Lo único importante es «ser más que nadie», en el sentido de «estar por encima de todos», para, de este modo, dominar a los demás.

Como cristianos, tenemos que recordar, una vez más, las palabras de Jesús a sus discípulos cuando también ellos se vieron asaltados por la tentación del poder: «Sabéis que los que figuran como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen, pero no ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que quiera ser el primero, que sea servidor vuestro» (Mc 10,42-45).

La tercera tentación es la más fina y sugestiva de todas. Consiste en tentar a Dios con la misma Palabra de Dios: «Si eres Hijo de Dios [...] porque está escrito». Es la tentación que más frecuentemente asalta a los cristianos. Casi sin darnos cuenta, dominados por la mentalidad del «tanto vales, tanto tienes», convertimos a Dios en un fetiche para que nos libre de nuestros miedos, temores y dudas. Ponemos a Dios a nuestro servicio, convirtiéndolo en un ídolo más, al que recurrimos con mentalidad mágica y le exigimos cuando lo necesitamos. Por ello, en nuestro corazón abrigamos pensamientos tales como: «Si Dios es bueno, grande y poderoso, tiene que ayudarme y concederme lo que le pido».

Una vez más, intentamos igualar la voluntad de Dios con la nuestra. Es la tentación del mal ladrón en la cruz: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros» (Lc 23,39). Es verdad que Dios nos concede lo que le pedimos, pero lo hace a su modo, no al nuestro; según su voluntad, no según la nuestra. Dios no se deja ni dominar ni manipular. Esto provoca en los hombres posturas encontradas como la afirmación o la negación de Dios.

Se sucumbe a la tentación cuando, al querer igualar la voluntad de Dios con la nuestra, no admitimos ni encajamos que Dios actúe de modo distinto a nuestros propósitos. De aquí al ateísmo hay un paso, porque «si Dios no me concede lo que le pido es porque realmente Dios no existe». Se supera la tentación cuando el silencio y la grandeza de Dios acaban por imponerse a nuestra pequeñez y miserias humanas, en las que reconocemos que Dios y sólo Dios es Dios, y nosotros sus criaturas, convocadas por Él a la existencia para cumplir su voluntad.

Mis queridos amigos todos, busquemos a Dios. Sintamos hambre y sed de Dios. Hagamos nuestro particular y peculiar camino de conversión a lo largo de este tiempo de Cuaresma que hemos inaugurado, para que celebremos la Pascua con entera disposición, renovados en la mente y en el espíritu.

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