viernes, 22 de febrero de 2013

Palabra de Dios: Segundo domingo de Cuaresma


Domingo, 24 de febrero

Texto evangélico:

Gén 15,5-12.17-18: El Señor hizo alianza con Abrahán. 
Flp 3,17-4,1: Somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador. Le 9,28-36: Éste es mi Hijo, el escogido; escuchadle. 

Homilía para esta festividad por don Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

De los textos sagrados que hoy considera nuestra Madre la Iglesia para la sagrada liturgia de este segundo domingo de Cuaresma es excepcional por su importancia el texto evangélico que nos habla de la transfiguración del Señor. Es un texto tan rico en consideraciones que forzosamente hemos de extraer lo más interesante para nuestra vida cristiana. 

Lo primero que subrayaría es la reiteración evangélica del tema de la oración de Jesús. San Lucas, a diferencia de los otros sinópticos, lo apunta una y otra vez. Ejemplos hay en abundancia: el bautismo de Jesús (3,21-22), la elección de los doce (6,12-16), la pedagogía de la oración (11,1-4), la oración en el Monte de los Olivos (22,39-46), el mismo Evangelio de hoy sobre la transfiguración. Con ello, Lucas insiste en importancia capital que la oración tiene en la vida del cristiano. Tan así que podemos afirmar con total seguridad que sin oración no ha vida cristiana porque no hay relación con Dios. ¿Cómo, pues, vamos transmitir la vida de Dios a los demás si estamos vacíos de Dios? ¿Cómo vamos a vivir el Evangelio, Palabra de Dios, si a Dios lo tenemos arrinconado en el desván de nuestros espíritus pusilánimes? No podemos vivir el amor, ni podemos dar amor a los demás, cuando nos falta la intimidad con quien sabemos que nos ama, como muy bien decía Santa Teresa de Ávila a propósito de la oración. La oración nutre, alienta y fortalece nuestra vida de fe. Por eso, Jesús, maestro de oración, dice a sus discípulos: «Velad y orad para no caer en tentación, (Mt 26,41). 

La oración es también la que mantiene, anima y fortalece a Jesús en el desarrollo de su misión, desde su inicio hasta su ocaso. Una misión difícil, comprometida, arriesgada, que sólo es posible afrontarla desde la confianza y la fortaleza que da el saberse en las manos de Dios. 

Por ello, Jesús tuvo muy claro que la oración era medio indispensable para llevar a cabo la misión que el Padre le había encomendado. Y, aun así, no fue ajeno a las duras pruebas, temores y sinsabores de la existencia humana. Las tentaciones dan buena prueba de ello. 

Con la transfiguración, eje y nervio de la Palabra de Dios de este segundo domingo de Cuaresma, se nos quiere desvelar una de las constantes de la vida humana. No hay vida sin muerte, ni gozo sin dolor, ni gloria sin cruz. Todo ocurre a la vez. Conforme nos vamos iluminando, desaparece la tiniebla; a medida que vivimos, vamos ganando terreno a la muerte. 

Los hombres somos muy propicios a los triunfalismos, a contentarnos con la cara fácil de la vida, y a tapar y ahogar la cara amarga y difícil. Es decir, nos dejamos encandilar rápidamente por los destellos de la transfiguración, y nos olvidamos de la realidad diaria de la vida. Y es que queremos alcanzar la meta sin recorrer el camino. Jesús nos advierte de tal peligro, a la vez que nos anima a poner todas nuestras esperanzas en la Jerusalén celeste, desde la asunción gozosa de la Jerusalén terrestre, esto es, desde la cruz del seguimiento. Jerusalén es lugar de encuentro y punto de partida hacia el Padre. 

Jesús ha venido, como dice un moderno escritor, a implantar una religión que se fundamenta en el amor y en la igualdad sustancial entre todos los hombres; a implantar una religión que predica el culto del corazón: adorar a Dios en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23); una religión que nos hace a todos los hombres hijos de Dios (cf. Rom ,15-17). 

Jesús hizo realidad todo este proyecto en medio de una fuerte oposición y una encarnizada persecución que acabaron con su vida. Pero, mis queridos amigos, éste era el único camino posible del éxito, de la gloria. No había, ni hay otro. El camino de la cruz es el camino de la luz. Todo esto lo afrontó y realizó Jesús para gloria de Dios y para nuestra futura resurrección. Dios es luz, poder, transfiguración, salvación total y definitiva. Él nos mantiene y sostiene en nuestro peregrinar por la historia humana en camino hacia la metahistoria divina, hasta que nos encontremos cara a cara con la Luz por excelencia. 

Como resultado de estas consideraciones, podemos concluir dos consejos espirituales: primero, la Palabra de Dios nos urge y nos apremia sin dilación alguna a ser personas de oración, sin la que no es posible ni vivir cristianamente, ni desempeñar la misión de la evangelización, ni afrontar los retos, las dificultades y las cruces que cada día nos impone el seguimiento de Jesús. 

En consecuencia, es necesario que nos hagamos las siguientes preguntas: ¿Oramos? ¿Oramos todos los días? ¿Oramos todas las semanas? ¿Oramos al menos alguna vez? 

El segundo consejo espiritual es éste: abracemos la cruz en cuanto signo que nos distingue como discípulos de Jesucristo. Abracémosla y no la rehuyamos, porque la cruz es el único camino de redención y de gloria. Que cada cual abrace su cruz con empeño decidido, sin miedos, sin dudas. Cristo, vencedor de la muerte, vence con nosotros. La luz que nos revela la transfiguración se convierte en Cristo en gloria del hombre. La transfiguración es así la gloria de Dios y del hombre. 

Por tanto, que nadie tema; el Señor ha echado sobre sí toda la debilidad de nuestra singular condición. Si nos mantenemos en su amor, venceremos lo que él venció y recibiremos lo que nos prometió.


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