viernes, 29 de marzo de 2013

Viernes Santo

Viernes 29 de marzo

Is 52,13-53,12: Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores. 
Heb 4,14-16; 5,7-9: Jesucristo se ha convertido para todos en autor de salvación eterna. 
Jn 18,1-9.42: Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. 


La cruz que predicamos y en la que creemos los cristianos es el signo distintivo e inequívoco y garantía de la autenticidad de la fe. Porque la fe sólo es verdadera si es probada en el crisol de las dificultades, de los sufrimientos, de los dolores, a que nos somete nuestra condición de seres históricos, lo mismo que a Jesús. Por ello, no puede haber fe sin cruz. La cruz es paso obligado, camino necesario de tránsito hacia la gloria. Y digo bien «necesario», en toda la extensión del término. 
Con frecuencia, más de lo que imaginamos, los cristianos olvidamos esta «obligatoriedad» esencial-esencia ontológica que determina todo lo cristiano- quedándonos sólo en la dimensión de gloria. La consecuencia no es otra que el falseamiento del mensaje salvífico anunciado y encarnado por Jesús, porque está claro que no hay resurrección sin cruz. Son dos caras del misterio que nos envuelve. El problema es que el misterio siempre será misterio, y, en cuanto tal, paradójico. Una paradoja que no puede ser domesticada, ni amañada. El misterio sólo es entendible si se acepta como tal. Esto es, ni más ni menos, la fe: aceptación de Dios y confianza absoluta en Él. Aceptación, al mismo tiempo, de la kénosis y de la gloria, del «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?», junto con el «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!».  
No es una tarea fácil aceptar la dimensión de cruz de la existencia cristiana y las cruces que cada uno tiene en su vida, y menos una sociedad como la nuestra, preñada de hedonismo, en la que el sufrimiento, el dolor y la muerte son ignorados y ocultados porque afean la existencia. No es fácil asumir el horizonte finito que nos constituye. Por eso nuestra sociedad es radicalmente egoísta, porque es incapaz de entender el sentido salvador y redentor de la cruz. Para nuestra sociedad, la cruz sigue siendo «una locura», un «absurdo», lo mismo que lo fue para los griegos y los judíos de los tiempos de San Pablo (cf. 1 Cor 1,20-25). 
Y, sin embargo, ese sinsentido a los ojos humanos es fuente de sabiduría y de salvación divina. Entender y asumir esto es uno de los grandes escollos en nuestra vida de fe. 
Los cristianos tenemos que estar totalmente convencidos del sentido redentor de la cruz, integrando en nuestra vida la sabiduría de Dios que nos alumbra e ilumina en el discernimiento de la vida de fe. De ahí que, cuando medimos nuestra fe en la cruz de Jesucristo, sabemos perfectamente que aunque sintamos la nada de los hombres, es decir, el abandono, la crítica, la murmuración, el desprecio, la persecución, nunca sentiremos la frialdad y el alejamiento de Dios. 
Al mismo tiempo hemos de intentar, desde el marco de la oración, hacer una lectura serena y profunda de todos los acontecimientos que rodean y determinan nuestra vida. Hemos de saber leer en ellos cuál es la voluntad de Dios, cuáles los signos y claves de «ser y acción> que Dios quiere mostrarnos en nuestra vida, en mi vida. Estoy absolutamente convencido de que Dios nos habla siempre y a todas horas, pero, eso sí, hay hemos de tener un oído muy agudo y una vista muy fina para «ver» y «oír» a Dios, cuyo decir es el silencio. Quien lee en el silencio, lee en el corazón de Dios, como bien decía Eckart, el antiguo maestro de oración y vida, «en el silencio de su decir, Dios es auténticamente Dios». 
Aceptar la cruz en la vida conlleva parejo el perdón y la misericordia. Es la consecuencia lógica del amor hasta sus últimas consecuencias. Por ello Jesús, cuya vida fue una oblación y una entrega sin condiciones al servicio de los demás, no tiene en cuenta el mal que le infligen sino el amor que derrama por los cuatro costados, por eso exclama: «¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!» Sólo el perdón, nacido del amor, es el único capaz de devolvernos la serenidad de espíritu y la reconciliación personal de uno mismo con uno mismo que todos tanto necesitamos. 
Porque la revelación cristiana nos propone un Dios crucificado que nos enseña a morir con amor a la vida y a vivir como seres mortales, por eso, precisamente, es por lo que Jesús nos restituye a la realidad: viviendo como él nuestra existencia terrena hasta el final es como nos acercamos al misterio de Dios. Sólo el amor permite afrontar la cruz y la muerte, por medio de las que se aprende a valorar como nada lo que era valorado anteriormente, y, al mismo tiempo, se aprende a abrirse al otro, a entrar en el mundo del otro. Abrirse a la muerte es como abrirse al amor, ambos exigen salir de sí mismos: 
«Señor --exclamaba el teólogo Juan Miguel Sailer-, dadnos unos ojos de corto alcance respecto de las cosas que carecen de valor, y unos ojos llenos de claridad para toda verdad tuya». Es decir, creer en Dios significa tenerlo como único absoluto.

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