miércoles, 10 de abril de 2013

Tercer domingo de Pascua


Domingo 14 de abril


Hch 5,27-32.40-41: Dios resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis.
Ap 5,11-14: Digno es el Cordero degollado de recibir el poder.
Jn 21,1-19: Es el Señor. 


La Pascua cristiana tiene como centro a Jesús, muerto y resucitado por nuestra salvación. Dios ha resucitado a Jesús, y en su Resurrección todos hemos resucitado. El Señor ha roto las cadenas de la muerte y vive victorioso como rey de reyes. La luz ha vencido a las tinieblas; el amor al odio; la unidad a las discordias y divisiones; la valentía al miedo. Jesús es el Señor de la vida que conduce a los hombres a la plenitud de Dios. 
El relato de los Hechos de los Apóstoles, que hoy nos presenta la liturgia, acota el corazón mismo de la fe cristiana: Dios resucitó a Jesús y lo exaltó, y, en consecuencia, todos hemos sido redimidos del pecado, a la vez que somos introducidos en la dinámica liberadora de la Resurrección divina. Esta experiencia de saberse en las manos de Dios, salvador y dador de la vida, es la que lleva a los primeros discípulos a superar el miedo de los primeros momentos para, a continuación, dar testimonio público de su fe en la Resurrección del Señor. 
Mis queridos amigos, el itinerario de vida de todo apóstol, de todo cristiano, pasa por tres estadios de vida que se concretan en tres situaciones. 
Primera, la situación de un miedo casi insuperable, cuya raíz es la desilusión y falta de fe. Igual que los apóstoles, también nosotros, que decimos seguir al Señor, no acabamos de creer seriamente en Él y en su mensaje de salvación. En realidad, creemos más en las palabras de los hombres que en la Palabra de Dios. Por eso, surge en el fondo de nuestro corazón la duda, el miedo al descrédito, al fracaso, a hacer el ridículo delante de los hombres. Pero como las palabras de los hombres no salvan, ni dan seguridad, ni llenan de sentido la vida humana, desembocamos en una difícil encrucijada: o los hombres o Dios; o apostar por Dios, aún a sabiendas de los riesgos que entraña, o apostar por los hombres con las seguridades relativas del momento. Aquél llena de sentido toda nuestra vida, no exenta de la cruz; éstos no pueden salvarnos, aunque nos ofrezcan felicidades momentáneas y fugaces. 
Jesús es muy claro a la hora de la opción por Él o al margen de Él: «Si uno se avergüenza de mí y de mis palabras, también el Hijo del Hombre se avergonzará de él cuando venga en su gloria» (Lc 9,26). 
Segunda, la situación del testimonio público de la fe. La fuerza del Espíritu irrumpe de forma casi avasalladora en el corazón de quienes no tienen más señor que Dios. El miedo y la cobardía se convierten en parresía, es decir, en una valentía que sólo puede nacer de la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32). Por eso, el miedo es relegado al pasado, y la obediencia a Dios está antes que la obediencia a los hombres. Quien vive en la verdad, vive en la libertad; y quien vive libremente vive sin temores de ningún tipo. Se sabe en Dios y con la fuerza del Espíritu divino, único garante de su vida, que le impulsa al testimonio de la fe. La vida de fe, que brota de la confianza, la fidelidad y el amor a Dios, exige, por su propio dinamismo interno, ser comunicada y manifestada. Por ello, sin testimonio no hay vida de fe. 
Los modismos actuales que intentan constreñir la fe al puro ámbito de lo privado, a las «iglesias y a las sacristías», pretenden acallar la Palabra de Dios, instancia crítica en un mundo vacío, chato y mediocre. Hay que hacer frente a estos intentos de ahogar el mensaje de Dios, proclamando a los cuatro vientos que Jesucristo, muerto y resucitado es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14,6); que sólo Dios, y nada más que Dios, puede devolver el rostro humano a nuestro mundo totalmente deshumanizado; en definitiva, que sólo Dios salva. 
Tercera, la situación de las consecuencias del testimonio cristiano: las persecuciones. Es decir, la asunción de la cruz, distintivo del cristiano y signo de autenticidad del testimonio: «El que quiera venirse conmigo, que niegue a sí mismo, que cargue cada día con su cruz y me siga» (Lc 9.23). Las persecuciones son muy distintas y abundantes. La historia está llena de personas que dieron su vida por los demás, que sufrieron vejaciones, torturas, cárceles por defender el testimonio de su fe en Jesucristo, señor de la vida, y por encarnar en la práctica las exigencias de ese testimonio: el amor a los demás, que implica la entrega a la causa de los demás, a la defensa de los derechos humanos, a la proclamación de la justicia. 
También nosotros, si queremos ser coherentes con lo que creemos y anunciamos, tenemos que asumir nuestros «calvarios» particulares, nuestras cruces de cada día. El desprecio, la crítica, la murmuración son monedas comunes que nos atenazan cuando nos tomamos en serio ser auténticos y verdaderos cristianos. 
Pero son monedas que no hemos de rechazar, ni tan siquiera evitar. Todo lo contrario, ha de ser motivo de dicha, porque es signo inequívoco de que la Palabra de Dios, anunciada y testimoniada, hace mella en el corazón de quienes nos rodean: «Dichosos vosotros cuando os odien los hombres y os expulsen y os insulten y propalen mala fama de vosotros por mi causa [ ... ] ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Porque así es como los padres de éstos trataban a los falsos profetas (Lc 6,22.26). 
Mis queridos amigos y hermanos, avancemos en la madurez de la fe cristiana. Vivamos con gozo la alegría de la fe, la dicha del testimonio de la fe. Pidámosle al Señor, muerto y resucitado, que nos dé la suficiente valentía interior para asumir con entereza los envites que conlleva el testimonio de la fe, que nos exige nuestra fidelidad al Señor.

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