jueves, 13 de junio de 2013

Undécimo domingo del tiempo ordinario

2 Sam 12, 7-10.13 “El Señor ha perdonado tu pecado, no morirás”
Sal 31 “Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado”
Gál 2,16.19-21 “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”
Luc 7, 36-8, “Sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho.”

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004. 

¡Qué bella escena y qué tierna escena la que nos presenta el Evangelio de hoy! Como el domingo anterior, también en éste se insiste y se profundiza en el camino del perdón y de la misericordia inconmensurable de Dios. Una vez más es necesario insistir que Dios es Padre de la misericordia y del perdón, de la vida; en una palabra: no el Dios de la condena y de la muerte.

Dios sale continuamente al encuentro del hombre y le ofrece su amor incondicional, su perdón sin límites, su misericordia infinita, porque a todos nos quiere como hijos suyos que somos. Ante esta oferta salutífera el hombre tiene dos opciones claras y definidas: o acepta el perdón de Dios o lo rechaza. No hay un camino intermedio. Dos posturas plasmadas en el hijo menor y el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32). Dos posturas igualmente reflejadas en la escena del Evangelio de hoy: la mujer pecadora, símbolo de la recepción alegre de la salvación de Dios y el fariseo, símbolo viviente del rechazo a toda oferta divina de salvación.

Jesús es signo de contradicción. Sus dichos y sus hechos son siempre motivos de grandes divisiones; por ello es una “bandera discutida” (cf. Lc 2,34-35). Jesús ha venido a perdonar y no a condenar, ejercitando la misericordia, encarnación y extensión del amor de Dios. Él ha venido a sanar y a salvar lo que estaba perdido (cf. Lc 15,6 9.24; 19, 10), porque sólo tienen necesidad del médico los enfermos y no los sanos (cf. Mc 2,17).

Cabe ahora preguntarnos en cuál de los dos horizontes existenciales nos situamos, si en el de la aceptación o en el del rechazo. Dos actitudes existenciales que implican, lógicamente, dos modos de vida; o vivimos desde la misericordia, el amor y el perdón a los demás, o lo hacemos desde la intransigencia, el odio o el rencor. En otras palabras, o apostamos por la vida y vivimos desde ella o bien apostamos por la muerte, convirtiendo nuestra vida en un constante morir al amor que nos realiza. Apostar por la vida es construir; apostar por la muerte, destruir.

Puede sucedernos que hayamos apostado por el grupo de los que se consideran “sanos”, como los fariseos, en cuyo caso huelga la ayuda de cualquier médico. Así, la hipocresía falsea y arruina nuestra vida y sobre todo hace incomprensible nuestro amor a Dios, porque si no amamos a nuestros hermanos, no amamos a Dios. Nuestro error consistiría en considerarnos “buenos” y “santos” cuando nadie, excepto Dios, es bueno y santo por sí mismo. Por esta regla de tres los resultados son matemáticos: si nosotros somos “los buenos”, los demás tienen que ser y son “los malos” y, en conclusión, sólo nosotros tenemos derecho a la salvación.
De esta suerte, desembocamos en la llamada “soberbia de la vida”, pecado por excelencia del género humano contextualizado en el mito adámico, en el que vence, como vence en nosotros, la adulación del “y seréis como Dios, versados en el bien y en el mal” (Gén 3,5). Desde esta atalaya, nos instalamos en la ceguera existencial y en la dureza de corazón que nos conduce progresivamente al reino de la muerte a nosotros y a todos los que hemos atrapado con nuestra filosofía de vida. Si no perdonamos, Dios tampoco nos perdona.

Apostar por Dios supone encarnar y manifestar a los demás el mandamiento principal: el amor a Dio y el amor al prójimo (cf Mc 12,19-31). Es vivir con humildad, sencillez y transparencia; es reconocerse pecador y saber que todos estamos hechos de la misma pasta. Todos necesitamos de Dios y, al mismo tiempo, todos necesitamos de todos. Sólo con esta actitud de “abnegación” y de sano realismo entre nuestro ser potencial y nuestro ser actual se hace operativa la misericordia de Dios. Es lo que sucede en la escena del Evangelio de hoy; en ella, la mujer se echa al suelo y lava los pies de Jesús con sus lágrimas, signo de su arrepentimiento, por eso está abierta al perdón de Dios, que se hace efectivo: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”. Es la constante y siempre acertada pedagogía de Dios, como nos muestran sobradamente los Evangelios con la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32), la del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14); el episodio de Zaqueo (Lc 19,1-10), o el ejemplo de la mujer adúltera (Jn 8,2-11).

Sólo amando a los demás estamos en disposición de recibir el perdón de Dios porque sólo desde el amor y con el amor se perdona desde la raíz, sin fingimientos, ni arreglos, ni pactos, expresión de la filosofía utilitarista del do ut des. Es lo mismo que afirmamos reiteradamente en el Padrenuestro: “Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. De ahí que Jesús sea tan explícito en la escena del Evangelio de hoy cuando afirma: “Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama”.

Amor y perdón se intercambian mutuamente: perdona el que ama hasta dar la vida y ama el que se siente perdonado. Decía Pascal que hay dos clases de hombres, unos justos que se creen pecadores y otros pecadores que se creen justos. La conversión se inicia desde el preciso momento en el que uno se reconoce pecador, encontrándose así en la actitud de fe receptiva en Cristo que salva contra toda esperanza y seguridad humana.

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