miércoles, 31 de julio de 2013

Decimoctavo domingo del tiempo ordinario

Eclo 1,2.2, 21-23: Vanidad de vanidades, todo es vanidad.
Col 3, 1-5.9-11: Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo.
Lc 12, 13-21: ¿De quién será lo que has acumulado?

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Ya es un tópico afirmar que vivimos en la cultura del tener, cuyo valor al alza es el consumo, y que hemos relegado a un segundo plano la dimensión del ser, valor último en el que se sustenta y fundamenta todo lo humano. Sin embargo, lo tópico no e siempre sinónimo de rutinario, de insulso. hay ocasiones, como la reflexión que nos brinda hoy la Palabra de Dios, en las que la insistencia reiterada y casi <<machacona>> en ciertos temas nos revelan la dirección axiológica de los mismos.

Uno de esos temas <<estrella>>, que recorren de pies a cabeza todos los textos sagrados, es la relación entre el ser y el tener, entre lo espiritual y lo material. Una relación que raras veces ha conseguido el equilibrio, la armonía y la estabilidad. Más bien, el platillo de la balanza se ha inclinado hacia el lado del tener, quizás porque es lo que mejor se ajusta al egoísmo a ultranza que atenaza a todo hombre. es la historia de todos los hombres de todas las épocas sin excepción alguna; es también nuestra historia, la mía y la tuya. Por eso Jesús, que conoce al milímetro toda la historia de las inclinaciones de la naturaleza humana, insiste una vez más en el peligro de las riquezas, como ya lo hiciera en otras ocasiones (cf. Mt 6, 19-21.24-34; 10, 9-10; 19, 16-29).

El sabio autor del libro del Eclesiastés contempla con gran originalidad la vida de los hombres. Desde la atalaya de su actitud crítica observa la vida y concluye su vanidad, es decir, su transitoriedad, su contingencia, su relatividad: la nada y el absurdo de esta nada, que es la vida. Nos está diciendo que la realidad <<contante y sonante>> se impone a nuestros sueños de grandeza; que somos gigantes con pies de barro que caen a tierra al más mínimo revés existencial.

El hombre -aquí nosotros- al final de sus días se ve despojado de lo que cree que es suyo y, sin haberlo disfrutado plenamente, tiene que dejárselo todo al que viene detrás de él. En conclusión, <<todo es vanidad>> y, por consiguiente, se impone la necesidad imperiosa e impelente de cambiar el chip de nuestros intereses y objetivos en la vida. Éste es el marco y el contexto en el que se encuadra la parábola de hoy, traducción del más radical de los materialismos.

Como el rico epulón apuesta y arriesga todo por el tener, por las cosas materiales a las que, como becerro de oro, adora (cf. Éx 32, 1-14), porque cree, ingenuamente, que lo material y sólo lo material le <<asegura>> la vida, sin sospechar, ni siquiera atisbar, que la vida sólo pertenece y es don y regalo de Dios (cf. Mt 6, 25-34). El rico ha invertido totalmente los valores: lo relativo lo convierte en absoluto y lo absoluto en relativo. Dios, el ser, los valores de las personas, hacer el bien, el amor a los demás… no cuenta para él. Es más, para él, esas cosas son, con mucho, sólo mera palabrería. Es por ello por lo que, para este homo rerum, lo único que merece la pena son las riquezas, cumpliéndose en él aquella sentencia de Jesús que puede ser leída en un doble sentido dependiendo de la actitud del sujeto al que se le aplica: <<Donde esté tu tesoro allí estará tu corazón>> (Mt 6, 21).
Mis queridos amigos: hagamos un salto en el tiempo y leamos la parábola con los ojos y la mentalidad de hoy. ¿Se diferencia en mucho el rico de la parábola del tiempo de Jesús con la actitud de vida que en general lleva el hombre de finales del siglo XX y comienzos del XIX? Pienso que no. Si cabe, el rico epulón de hoy supera en vanidad y soberbia al rico de antaño, porque la vanagloria de nuestros tiempos -<<centrífugos>> y <<penúltimos>> en decir de Zubiri- se sumerge en los niveles más profundos de la existencia humana, hasta el punto de que el ansia y la ambición por lo material está secando el corazón del hombre.
Como el rico epulón también nosotros <<aseguramos>> nuestra vida, sólo que de un modo más refinado. los llamados <<seguros multirriesgos>>, en los que se nos asegura todo, incluso nuestra propia muerte, constituyen un buen botón de muestra de obsesión enfermiza por la <<seguridad>> que padece el hombre actual. Nuestros valores más importantes -si es que así pueden ser calificados- son el alto nivel de vida, el lucro, el dinero, la comodidad, el confort, la fiebre de poseer y consumir, el prestigio, el afán de aparentar, el placer hedonista de una sexualidad mal interpretada, la falsa felicidad adquirida mediante las corruptelas, los engaños y un prolongado etcétera.

Pensamos ingenuamente, como el rico de la parábola, que éstos son los únicos argumentos que nos proporcionan felicidad y seguridad. Y de nuevo hemos invertido los valores como el rico epulón. Lo malo es que esta inversión es producto de una fina y sutil filosofía que convierte <<lo bueno>> en un puro idealismo, el amor en un enervado romanticismo, la generosidad en una ilusión infantil. De ahí las frases tan comunes y corrientes que forman parte de nuestro universo conceptual y que reflejan nuestro modo de afrontar la vida. Frases como :<<no seas tonto, aprovéchate de los demás>>, <<ser bueno es una tontería que no sirve para nada>>, <<al que es bueno se lo comen por sopa>>, <<sé realista>>, descalifican los valores de la dimensión del ser por inútiles y ensalzan los contravalores del tener por eficaces. Éste es un problema difícil de hacer ver y comprender al hombre actual, difícil, al mismo tiempo, de que nosotros mismos seamos capaces de verlo.

Frente a esos contravalores de la cultura se alza la apuesta evangélica. La alternativa de Cristo no consiste ni en el afán desmesurado de las riquezas ni en las comodidades de una vida placentera. El sentido único de la vida, su valor supremo, es el amor, esencia misma de Dios (cf. 1 Jn 4,8). Todo lo demás es relativo. por eso, en la tarde de nuestra vida, Dios nos juzgará sobre el amor y nada más que del amor.

En el fondo de su corazón, todo hombre se encuentra con la verdad de sí mismo, que no es otra que ésta: necesita de la vida del espíritu, de todo lo que da sentido pleno, verdadero y permanente a su vida, por que cuando Dios desaparece de su horizonte de proximidad, entonces cae en el abismo profundo de la desesperanza, del absurdo y del sinsentido, porque advierte que no son las cosas las que pueden llenarle el corazón, sino Dios. Las cosas nunca llenan, <<sólo entretienen>>.

Y finalizo con unos versos de Santa Teresa de Jesús que bien pueden servirnos como resumen de nuestra reflexión de hoy y como orientación para nuestra vida:

Nada te turbe
nada te espante.
Dios no se muda.
La paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene,
nada le falta.
Sólo Dios basta.

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