jueves, 4 de julio de 2013

Decimocuarto domingo del tiempo ordinario

Is 66, 10-14: Haré derivar hacia ella, como un río, la paz.
Gál  6, 14-18: Dios me libre de gloriarme, si no es en la cruz de Jesucristo.
Lc 10, 1-12. 17-20: Rogad al dueño de la mies que mande obreros a su mies.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Se me ocurre iniciar las reflexione espirituales de hoy con una frase de uno de los grandes teólogos de este siglo, Karl Barth. El citado personaje decía refiriéndose a los oradores sagrados, que cuando prediquen deberían tener en una mano el Evangelio y en la otra el periódico para iluminar desde el Evangelio lo que sucede en la vida. Cumpliendo este sabio consejo abordamos las lecturas que hoy nos propone la Iglesia.
El Evangelio de San Lucas se centra esencialmente en la misión universal de los setenta y dos de anunciar el Reino de Dios. Son enviados de dos en dos, ¿por qué? Porque Jesucristo, como buen judío, respeta la tradición hebraica en la que se indica que, cuando una persona dice una cosa, su testimonio no tiene valor a no ser que esté acompañado de uno o más testigos que ratifiquen ese testimonio. Así, al mandar Jesús a sus discípulos de dos en dos sabe que su testimonio es digno de crédito.

El Evangelio es una asignatura comprometida, que los discípulos tienen que anunciar en medio de dificultades, sin alforjas ni aprovisionamientos, acogidos a la caridad como <<corderos en medio de lobos>>. Es decir, las dificultades, las persecuciones, la cruz, serán la carta de identidad y autenticidad de su testimonio evangélico. En consecuencia, todos los seguidores de Jesucristo somos convocados por Dios para ser profetas de un nuevo mundo que anuncie los caminos del Señor.

El periódico nos habla de la <<mies>>, es decir, del mundo y de sus cuantiosos e innumerables problemas. Somos enviados al mundo para iluminar desde el Evangelio las realidades humanas y trascenderlas, para imbuir en el corazón del mundo el sentido de dios, tan devaluado y mermado en las realidades humanas, personales y sociales. En suma, somos enviados a un mundo que hace tiempo que firmó el acta de la <<muerte de Dios>>, como proclamara en su tiempo el filósofo alemán D. Nietzsche. Desde entonces, el mundo vive inmerso en una profunda crisis de valores sociales que son, al fin y al cabo, reflejo de la ausencia de los valores personales.

De esta suerte, perdido el norte que le guiaba, el hombre ha entrado en la contradicción de sí mismo negándose a sí mismo, sin mundo, sin Dios y sin sí mismo, en el decir de Zubiri. Por ello, no puede extrañarnos la permisividad en el aborto, la falta de honestidad en el mundo de las relaciones sociales, políticas y económicas. Al estar todo permitido, el hombre pierde su esencia humana para quedarse sólo con el poder de los instintos. El hombre ha muerto.

A este hombre, enfermo de muerte, hay que predicarle que Dios y sólo Dios es la Vida, con mayúsculas; y que Dios y sólo Él llena de sentido la existencia personal y todas las realidades humanas. Dios es el único médico que puede curar nuestros males de desorientación, de ausencia de valores, de pérdida de sentido. Por ello, hay que anunciar el Evangelio a tiempo y a destiempo, con alegría y sin temor, confiando en la fuerza y en el poder de dios, lo cual, ciertamente, no nos sustraerá de la dimensión de la cruz propia, del seguimiento cristiano.

San Lucas nos dice que las condiciones necesarias para el desempeño de la misión son tres. La primera consiste en ser anunciadores de la Palabra, que tiene como origen al Señor de la mies. Dios es el que inicia la obra buena y predispone a la evangelización. En consecuencia, la misión será eficaz siempre que anunciemos a Dios. Conviene reflexionar, por tanto, el porqué de tantos fracasos y abandonos en la misión evangelizadora. ¿No será porque  en lugar de anunciar a Dios nos anunciamos a nosotros mismos, convirtiendo la Palabra de Dios en discurso humano?

La segunda es asumir el riesgo y la persecución, es decir, la cruz que conlleva el seguimiento desde la serenidad interna de la vida, sabiendo de quién nos fiamos, pues Dios sabe de qué tenemos necesidad y en sus manos está nuestra vida (cf. Mt 6, 25-34). Con todo, la tentación puede asaltarnos a dos bandas. Una, poner entre paréntesis la cruz anunciando un Evangelio acomodado a las circunstancias, un Evangelio que no denuncia nada sino que alaba y ensalza. Así, el mensajero se instala cómodamente en medio de una cohorte de aduladores de la que él forma parte, <<convirtiendo la sal en sosa>>, el Evangelio en un discurso retórico. La otra vertiente de la tentación es la actitud opuesta a la primera, esto es, dejarse llevar por la fascinación de la violencia o la imposición a la fuerza del anuncio evangélico. Recordemos aquel pasaje en el que Jesús iba con sus discípulos camino de Jerusalén y mandó a algunos discípulos por delante para que le prepararan alojamiento en una aldea de Samaría, pues estaba agotado del largo camino, y los aldeanos se negaron a recibirlo. En este contexto, Santiago y Juan le propusieron a Jesús: <<Señor, si quieres, decimos que caiga un rayo y acabe con ellos>> (Lc 9, 54). Todo lo contrario, los discípulos deben asemejarse a corderos, esto es, deben ser anunciadores que proponen, nunca imponen. Como acertadamente expresó el papa Pablo VI, <<la fe debe ser propuesta, nunca impuesta>>.

La tercera condición del evangelizador consiste en la vivencia radical de la pobreza. El misionero debe separarse de las preocupaciones y afanes del mundo. Su amor por los enfermos y los pobres ha de ser su único aval; su talante no debe ser el del lobo rapaz, sino el del cordero que se entrega. También esta condición tiene su tentación, que no es otra que convertir la predicación del Evangelio en un negocio y provecho personal, esto es, en buscar los mejores puestos, los más <<rentables>>. Al final, la evangelización acaba siendo un puro mercado y los evangelizadores unos comerciantes de Dios, a ejemplo de los vendedores del templo (cf. Mc 11, 15-19).

Queridos hermanos, pidamos al dueño de la mies que envíe obreros a su mies; que nos llenemos del espíritu del Señor para que con serenidad, autenticidad y valentía anunciemos su Reino; que siempre tengamos presente que no es nuestra palabra y nuestro discurso el que predicamos sino la Palabra de Dios que nos transforma y empuja a dar testimonio del Evangelio con la entrega de nuestra vida.

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