miércoles, 24 de julio de 2013

Decimoséptimo domingo del tiempo ordinario

Gén. 18,  20-32 Que no se enfade mi Señor, si sigo hablando
Salm 137 Cuando te invoqué, Señor, me escuchaste.
Col 2, 12-14  Os vivificó con Cristo, perdonándoos todos los pecados
Lc 11, 1-13   Pedid y se os dará.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

El Evangelio de hoy es una prolongación del Evangelio del domingo pasado en el que se nos hablaba de la necesidad fundamental de la oración en nuestra vida. En el Evangelio de este domingo se nos dice cómo tenemos que orar. Los discípulos veían cómo cada día Jesús hacía oración y de ella sacaba las fuerzas para la misión. Esto fue lo que los animó a pedirle al Maestro que los introdujera por los siempre difíciles y sorprendentes caminos de la oración misma. Jesús les enseña la oración más sublime, más rica, más excelente que jamás se haya podido instruir: el Padrenuestro. Analicemos por partes su profundo contenido.

Ante todo, el Padrenuestro nos revela que la estructura íntima de toda oración está determinada por la relación de confianza, de diálogo íntimo, de cercanía con quien sabemos que nos ama, como manifestaba Santa Teresa de Jesús. Dios no es, por tanto, un ser lejano, incomprensible e impenetrable al modo de los antiguos dioses paganos. Dios es Padre, nuestro Padre. Así nos lo enseña Jesús porque esa fue su íntima y personal relación con Dios (cf. Lc 10,21; 22,42; 23, 34-46).

En segundo lugar, la instrucción sobre la oración es, al mismo tiempo, una enseñanza de fe: confiar en el poder y en la fuerza de la oración, garante y aval de la propia vida y testimonio cristiano. La oración es, así, el sello de la autenticidad que garantiza la calidad de nuestras palabras y de nuestras obras. Por eso cuando en la vida cristiana falla la oración, la misma vida cristiana languidece llevando una apariencia de sí misma hasta que al final muere.
En tercer lugar, la estructura interna de la oración nos manifiesta que Dios siempre nos escucha lo mismo que cualquier padre de familia escucha a sus hijos. Dios, en consecuencia, no se hace el sordo, no se desentiende de nuestros problemas. Él sabe de lo que tenemos necesidad antes incluso de que se lo pidamos (cf. Mt 6,8).

Por eso decía muy bien San Agustín que Dios no se deja sorprender, sino que nos sorprende. Dios no se deja ganar en generosidad. Lo importante de toda oración cristiana no es lo que nosotros le pedimos a Dios, sino cuál es la voluntad de Dios en nosotros, en cada uno de nosotros. No se trata de que Dios se atenga a nuestros deseos y voluntad, sino de que se cumpla su voluntad en la tierra como en el cielo.

Con todo, la petición es uno de los ejes-fuerzas de la oración porque nos enseña la pedagogía de la perseverancia y de la esperanza en Dios: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra y al que llama le abren” (Mt 7,7-8). La mentalidad práctica de los ruidos y de las prisas que subyuga y cautiva al llamado homo faber de las sociedades cibernéticas del ya siglo XXI choca frontalmente con el sentido de vida que genera el “saber esperar” en Dios propio de la oración. Y es que sólo los ojos del corazón –que son los ojos de la fe-, están capacitados para descubrir e intuir que el tiempo de Dios no es nuestro tiempo.

Nuestras necesidades son esencialmente de dos tipos, materiales y espirituales, porque vivimos no de sólo pan, sino también “de toda Palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). Es necesario pedir al Señor el pan de cada día, no en el sentido de que se nos dé todo regalado, sino en el sentido de que no nos falte el trabajo para ganarnos el sustento de cada día (cf. Gén 3,19). Pero también tenemos nuestras necesidades espirituales. Es apremiante, entre ellas, sentir la necesidad de la reconciliación con Dios –perdónanos nuestras ofensas-. Sabemos que Dios siempre nos perdona y nunca nos condena, porque Dios no envió al mundo a su Hijo para juzgarlo, sino para que el mundo se salve por Él (cf. Jn 3,17). El Señor perdona a pesar del hombre porque es un Padre lleno de ternura (cf. Sal 116). Su misericordia y su perdón son infinitos para los que se convierten a Él (cf. Eclo 7,29). Sin embargo, también sabemos que al pedir al Señor que nos perdone apostillamos: así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. En otros términos, el perdón de Dios en nosotros sólo es efectivo y real cuando nosotros estemos dispuestos a perdonar a quienes nos han ofendido. Si no somos misericordiosos con los demás no podemos tener la osadía de pedir a Dios que lo sea con nosotros. Es el mensaje claro y sin ambages de la parábola del rey y sus empleados (cf. Mt 18,23-34).

Pero la necesidad espiritual más importante que tenemos todos los cristianos es la de pedirle a Dios que no nos deje caer en la tentación. La pregunta que surge de inmediato es saber a qué tipo de tentación se refiere. Y la respuesta es clara. No se trata del cúmulo de las tentaciones comunes de cada día. No. Aquí lo que se ventila es el ser o no ser de nuestra vida, el sentido o la pérdida de nuestra existencia, la realización o el fracaso del proyecto de la realidad humana que nos determina y define. En una palabra: la apuesta de vida por Dios o al margen de Dios. Por ello, la tentación por excelencia de la que queremos que nos libre Dios, no es otra que la tentación adámica de “ser como Dios” (cf. Gén 3,5). Pero, claro, para ser como Dios primero tenemos que derribar a Dios de su trono y después ocuparlo nosotros. Más claramente, para yo ser Dios tengo que matar a Dios. Y a Dios se le “mata” con el olvido y la indiferencia. Es la filosofía del agnosticismo que ha penetrado hasta la médula misma de las sociedades postmodernas. Por tanto, en el Padrenuestro le pedimos a Dios que nos libre de la tentación de sucumbir a la mentalidad de la indiferencia, secular y agnóstica de las sociedades de siempre: de poner a Dios entre paréntesis; de no contar para nada con Dios porque cada uno es dios para sí mismo; de vivir en el compromiso de la fe cristiana, no en su total radicalidad sino de un modo acomodaticio, rayando la hipocresía de vida, la peor de todas las mentiras.

Mis queridos amigos todos, oremos y recemos con más asiduidad. Que no nos cansemos de repetir una y otra vez la oración del Padrenuestro con sentido, con confianza, con sencillez. Y dejemos actuar a Dios que nos conoce hasta el fondo de nuestro corazón y sabe lo que realmente necesitamos y nos conviene.

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