miércoles, 21 de agosto de 2013

Vigésimo primer domingo del tiempo ordinario

Is 66,18-21: Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua
Heb 12,5-7.11-13: El Señor reprende a los que ama
Lc 13,22-30: Hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

No es nuevo el diagnóstico que los sociólogos hacen de nuestra sociedad calificándola de “sociedad enfermiza”, obsesionada con el placer y con el bienestar como únicos motivos por los que vivir, olvidada del dolor y del sacrificio como obstáculos neuróticos. Es una sociedad que está metida de lleno en la cultura de las “facilidades”: facilidades en el trabajo mediante una tecnología cada vez más sofisticada; facilidades para pagar a plazos todo lo que la publicidad y la ley del consumo aprueban como bueno y cómodo para nuestra vida; facilidades para, aparentemente, triunfar. Así, paulatinamente, se ha ido ensalzando el bienestar material a cualquier precio, haciéndosele coincidir malévolamente con todo y el único bienestar del hombre.
También los cristianos participamos de esta sensación de triunfalismo barato –si cabe con mayor gravedad-, porque sin apenas darnos cuenta hemos trasladado las comodidades terrenas a la dimensión de lo sobrenatural. Así damos por supuesto como una verdad incontestable que, sin más explicaciones, Dios nos salva a todos a pesar de nuestras posturas y actitudes de vida porque Dios es bueno y misericordioso. En otros términos, el pecado es una realidad que no tiene razón de ser porque en el fondo, según el dicho popular, “todos somos buenos”. Sutilmente hemos transformado la voluntad de Dios, “que quiere que todos los hombres se salven”, en la voluntad humana por la que “todos estamos ya salvados”. Es el pecado por exceso.

Junto a esta postura se encuentra también la de aquellos que pecan por defecto al pensar que sólo ellos y nada más que ellos se salvarán, porque han renunciado a todo tipo de bienestar y acatan y cumplen hasta la última coma de las leyes impuestas por la Iglesia. Son los que interpretan el Evangelio al pie de la letra, enmendándole la plana al mismo Jesucristo. Quizá el pecado que encarna esta actitud de vida sea el de querer convertir la misericordia y benevolencia de Dios en el dogmatismo y dureza humanas.

No es Dios quien decide la salvación de los hombres, somos nosotros los que tomamos esa decisión por Dios y la presentamos ante los demás como decisión divina. Seguimos anclados en el fariseísmo de siempre, más cerca de nuestro corazón de lo que sospechamos o imaginamos.

El Evangelio de hoy viene a ponernos, a unos y otros, “los puntos sobre las íes”. En efecto, es voluntad de Dios que todos los hombres se salven porque no quiere la muerte del hombre sino que se convierta y viva. Pero no podemos olvidar que es “voluntad de Dios” y sólo de Dios. Por ello, no toca a los hombres la decisión final de la salvación sino a Dios (cf. La parábola de la cizaña en Mt 13,24-30). Con esto no estamos justificando el pasotismo del hombre pero sí la gratuidad de la salvación como don, gracia y regalo de Dios al género humano. 

En consecuencia, la salvación no es un artículo que compramos en cualquier tienda, ni se adquiere por nuestras propias fuerzas como un derecho al margen de la voluntad de Dios; ni tampoco se conquista por una actitud pasiva. Debemos esforzarnos, comprometernos, luchar por la causa del Reino y su justicia, y confiar en los designios y en la misericordia de Dios. El esfuerzo no es cosa fácil porque tampoco lo es vivir el día a día del Evangelio. Es un esfuerzo que implica la cruz –como sobradamente ya hemos señalado en anteriores reflexiones-: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha”. Por esta razón no podemos contentarnos con creer que Dios siempre está contento con nosotros, pensando que ya lo hemos conseguido todo. El compromiso cristiano no es cuestión de un momento o de una temporada. Es un proyecto de vida, una vocación a desarrollar.

Como cristianos hemos de ser profundamente responsables sabiendo que ni basta con el activismo desorbitado, ni con la pasividad rezagada a la intemperie de la vida esperando que todo me lo resuelvan fácilmente. La experiencia de Dios debe ser una de las realidades más sublimes de nuestra vida, una experiencia que nos remite continuamente al compromiso cristiano, al amor a Dios y al prójimo. La falsa seguridad religiosa motivada por nuestros deseos de ser y de aparentar, no se puede confundir con una vida de fe expresada en nuestras acciones de cada día. El que no orienta su vida hacia Dios se excluye él mismo de la comunión con Él y, por lo tanto, rechaza la salvación de Dios. 

Es verdad que el camino de la vida está plagado de dificultades, de cruces y de fronteras muchas veces infranqueables –es la “puerta estrecha” de la que nos habla el Evangelio de hoy-, pero ello no puede restarnos un ápice de coraje y entusiasmo, ni puede llenarnos de temor como a las personas pusilánimes. Nuestro deber es confiar en Dios, tener una fe insobornable que no se rinde ante la más mínima dificultad y que se empeña en la fidelidad a Jesucristo y a su mensaje de salvación.

No nos toca a nosotros saber cuántos se salvarán y quiénes se salvarán. Es una cuestión de Dios. Por ello, Jesús no responde directamente a la pregunta que se le hace, sino indirectamente, como diciéndonos: “Preocupaos por lo que realmente merece la pena, es decir, por ser buenos y comprometidos creyentes, por trabajar por la causa de Jesús y del Evangelio, por amar a vuestro prójimo. Lo demás es cosa de Dios”. Dios no tiene en cuenta las distinciones, honores y méritos humanos como currículo que avala lo “buenos” y “honrados” que somos, y por tanto, los que poseemos más puntos para acceder a los primeros puestos en el ranking de la salvación. Dios invierte una vez más nuestros parámetros, nuestras escalas de valores e intereses. No le importan para nada nuestros méritos, sólo le importa que tengamos un corazón bien dispuesto, sencillo, humilde, entregado, misericordioso, comprometido con la causa del Reino. En este sentido, todos los que así viven son los “primeros”.

Mis queridos hermanos y amigos: tengamos como preocupación esencial de vida ser personas buenas que hacen el bien a los demás y confiemos siempre en la misericordia y en la benevolencia de Dios. Nosotros esforcémonos por desarrollar la tarea que Él nos ha encomendado, sin pensar nunca en que ya es suficiente y en que tenemos bastante para alcanzar la salvación. Que nuestra última reflexión siempre sea ésta: “No somos más que unos pobres criados, hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17,10).

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