jueves, 12 de septiembre de 2013

Vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario

Éx 32, 7-11.13-14 El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado.
1 Tim 1, 12-17 Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.
Lc 15, 1-32 Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Dice Santo Tomás que Dios no se da por ofendido por el hombre salvo que el hombre busque su propio mal. Es decir, que a Dios sólo le ofende lo que hacemos contra nosotros mismos. Es la misma idea de un escriturista leonés de nuestro tiempo cuando afirma que el gran problema del pecador es que no se deja querer por Dios a pesar de que Dios lo asedia y lo seduce una y otra vez con su amor.

Quizá las dos anteriores reflexiones sean la clave para comprender bien el precioso texto del Evangelio de este domingo que es la Buena Nueva de la Buena Nueva, porque es el anuncio del perdón que Dios siempre nos concede, de la misericordia infinita de Dios con nosotros, concepto estereotipado, ni abstracto, ni especulativo, error de todas las teodiceas y de todas las teologías racionalistas.

Las tres parábolas que hoy nos propone el Evangelio de San Lucas, el pastor que busca la oveja extraviada, la mujer que busca la moneda perdida y el hijo pródigo, inciden y convergen en un único tema: la bondad y la misericordia de Dios con los hombres, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Es decir, nos manifiestan el modo de ser de Dios, activo, dinámico, que no está simplemente esperando nuestra conversión, sino que sale en nuestra búsqueda, a nuestro encuentro, porque quiere nuestro bien. En este sentido, Dios es quien siempre toma la iniciativa en el camino de la vida del hombre, sorprendiéndolo con su amor y su ternura, con su compasión y su misericordia, a pesar de los continuos desvaríos y desaires del hombre a Dios. Pondré un ejemplo muy actual que nos permitirá comprender mejor las mencionadas parábolas, así como la bondad del corazón de Dios, nuestro Padre, para con todos nosotros, aunque seamos pecadores.

Un fenómeno muy frecuente en nuestros días es el de los chicos de familias buenísimas, magníficas, que se apartan del buen camino y de adentran en el mundo problemático de las drogas, del pasotismo o del alcoholismo, degradaciones modernas que están destrozando no sólo a los jóvenes que en ellas se instalan, sino a todas sus respectivas familias. Pues bien, cuando una madre descubre que su hijo es drogadicto lo primero que hace no es recriminarle sino quererle aún más y preocuparse del problema porque entiende que más hace el amor que el resentimiento. Así es también Dios con nosotros, extraviados y perdidos en el fango de nuestros pecados personales y sociales. Por eso, lo podemos llamar y con toda razón es para nosotros Abbá (cf. Rom 8, 16), es decir, Padre. Padre Nuestro y Padre de todos los hombres. Es la gran lección del amor de Dios para con cada uno de nosotros, que no siempre la hemos aprendido bien porque nos la han enseñado con muchos defectos y deformaciones.

Jesucristo ha vencido al dolor, al pecado y a la muerte y reina para siempre en el corazón de Dios, fuente de alegría y de felicidad y no de tristezas. No proyectemos en Dios nuestras propias miserias y limitaciones humanas. En consecuencia, busquemos, indaguemos en nuestro corazón y abrámoslo de par en par al corazón de Dios, que nos acoge siempre y en todo momento y que se alegra por nosotros porque quiere lo mejor para nosotros, nuestra felicidad, participación de su alegría infinita. Por eso, las parábolas que estamos comentando no se preocupan tanto de poner el acento en lo bueno que es, objetivamente hablando, encontrar una oveja, una moneda o rescatar un hijo, sino por la felicidad que se siembra en el corazón de Dios por este hallazgo.

El texto de la Carta del apóstol San Pablo a Timoteo, que hemos proclamado como segunda lectura de este domingo, es una magnífica aplicación y explicación teológica de las parábolas del evangelio de San Lucas.

San Pablo resume su propia experiencia personal de ser una oveja extraviada, una moneda perdida o un hijo pródigo y, sin embargo, encontrarse con Dios, no tanto porque él lo buscara, que también, sino porque Dios lo buscó primero y se fio de él: “Yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un violento. Pero Dios tuvo compasión de mí […] Dios derrochó su gracia en mí, dándome al fe y el amor cristiano”.

Mis queridos hermanos, mis queridos amigos, mis queridos radioyentes: a la luz de estas parábolas os animo a considerar como reflexión espiritual esencial la bondad de Dios; lo bueno que es Dios con nosotros que Dios no se deja llevar por el rigor, por las normas, por el qué dirán, por las amenazas, por el miedo y el castigo. No, Dios lo único que quiere es que seamos felices y que busquemos nuestro bien, camino de realización personal y fuente de alegría. Por eso nos reclama permanentemente para que evitemos los caminos que nos conducen a nuestro propia ruina, como son los caminos de todos nuestros pecados, y optemos por la búsqueda y el encuentro con la verdad, con Él.

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