miércoles, 4 de diciembre de 2013

Segundo Domingo de Adviento

Is 11,1-10: Brotará un renuevo del tronco de Jesé. Sobre él se posará el espíritu del Señor.
Rom 15,4-9: Cristo os escogió para gloria de Dios.
Mt 3,1-12: El que viene detrás de mí os bautizará con Espíritu Santo y fuego.

Celebramos hoy la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, dogma de fe que reconoce que la Virgen, desde ese primer instante de su concepción, fue adornada con la plenitud de la gracia divina, y, en consecuencia, estuvo libre de todo pecado.

la doctrina de la Inmaculada Concepción fue formulada en pleno siglo IX por Pascasio Radberto, monje de la abadía de Corbie. Adoptada en 1140 por los canónigos de Lyon, luego por Duns Escoto y por los franciscanos; proclamada explícitamente por el Concilio de Basilea (1430-1443), se difundió por todas partes. En 1708 Clemente XI extendió a toda la Iglesia la fiesta de la Inmaculada. El 2 de febrero de 1849, en la fiesta mariana de la Purificación, Pío IX dirigió a todos los obispos del mundo la encíclica Ubi primun, en la que les pedía que diesen su parecer y reuniesen las tradiciones y los votos concernientes a la creencia en la Inmaculada Concepción de María. Habiendo recibido casi todas las respuestas afirmativas, el Santo Padre resolvió no diferir por más tiempo la definición. El 8 de diciembre de 1854 Pío IX, mediante la bula Ineffabilis, pronunció, <<para honra de la Santísima Trinidad, ornato y gloria de la Santísima Virgen, Madre de Dios, exaltación de la fe católica y dilatación de la fe cristiana>>, la definición solemne de la Inmaculada Concepción: <<La bienaventurada Virgen María fue preservada de toda mancha de pecado original desde el primer instante de su concepción>>.

La historia de los hombres, nuestra historia, está trenzada por las desilusiones y los fracasos, junto con las esperanzas que brotan de la confianza en la fidelidad de Dios a su promesa de salvación. La salvación de Dios, y no el pecado, está en la raíz misma de nuestra existencia. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Éste es el mensaje del relato del Génesis que acabamos de proclamar. Y en este plan de salvación, la Virgen María tiene un papel fundamental: ser la Madre del Redentor y Salvador, Jesucristo, nuestro Señor.

Será el linaje de la mujer, es decir, el Hijo de María, quien aplaste la cabeza de la serpiente, venciendo así definitivamente tanto al pecado como a la muerte. De este modo, por obra y gracia de Dios, María es corredentora, cooperadora de la salvación que realiza el Hijo.

Esta síntesis que hemos esbozado no puede llevarnos a la conclusión de que a María todo le vino dado. Es verdad que la gracia es un don gratuito que Dios nos concede, pero no es menos verdad que esta oferta divina requiere una pronta respuesta humana. Es lo que nos describe maravillosamente el pasaje de la anunciación que contiene en una apretada sinopsis el núcleo central de la historia de la salvación: la Encarnación redentora y la invitación por parte de Dios a María y a cooperar en esa obra.

Las primeras palabras que Dios dirige a María son una invitación al gozo y a la alegría, porque Dios va a actuar definitivamente a favor de su pueblo: <<Alégrate, llena de gracia>>. Un gozo y una alegría que tienen en Dios su principio y su fin. De este modo se confirma que toda vocación es una llamada a la alegría del Reino.

Lo que cuenta en el relato de la Anunciación es ante todo la acción real de Dios que se dirige a la libertad de la persona invitándola a servir a la Redención. Lo que Dios pide a María es un paso a lo impenetrable, al misterio mismo de Dios; de ahí que la invitación de Dios suponga para la Virgen un paso de pura fe, traducida en un convencimiento personal-existencial de que Dios actúa aquí y ahora, a la vez que en una total disponibilidad para colaborar en el plan de la salvación que desde siempre Dios proyecta en la historia. La Virgen María pronuncia su Fiat, desde la dimensión de la fe asumida y vivida con libertad. Es, en consecuencia, una respuesta madura que nace de una fe madura.

El encuentro entre Dios y el hombre presuponen tanto la libertad divina como la humana. Es un encuentro donde la gracia no anula la libertad de la persona, porque en tal caso estaría anulando la capacidad de la respuesta. La gracia divina invita, susurra, sugiere, penetra en el corazón del hombre, pero respetando totalmente su libertad. Por ello, la respuesta a esa invitación sólo puede ser un acto de entera libertad que brota de un acto de pura fe, hecha sentido y vocación de vida. La vocación exige un compromiso y una actuación inmediata. La llamada de Dios es incondicional e irrevocable. Nada ni nadie debe interponerse entre Dios y el llamado. María demuestra la inmediatez y la presteza de su respuesta. No busca seguridades humanas, porque se fía enteramente de Dios, cuya fidelidad dura por siempre.

La Virgen María con su aceptación y respuesta, su ser amada y su obediencia trasparente, se convierte en Madre de Dios entre los hombres. Ella es el lugar de la plenitud del Espíritu Santo. Dios hace germinar la vida en ella. Por eso con el nacimiento del <<Santo>> se ilumina todo el relato del anuncio a María. La santidad se establece en Dios, y la filiación divina de Jesús es en todo y por todo obra de Dios. El que va a nacer será totalmente santo.

Mis queridos hermanos y amigos, la fiesta de la Inmaculada nos sitúa a todos los creyentes en la estética de Dios. María ocupa un lugar central en la historia de la salvación. Es la mujer del Espíritu, la llena de gracia, regazo de amor que Dios se prepara para engendrar, alumbrar e irradiar su amor a todos los hombres.

En consecuencia, más que desde la óptica del pecado –concebida sin mancha-, que es siempre una visión negativa, el dogma de la Inmaculada hay que enfocarlo desde la perspectiva de la gracia, de la misericordia y del amor de Dios. Allí donde todo lo llena, lo penetra y o invade la gracia divina no hay lugar para el pecado.

Mis queridos amigos, a ejemplo de vuestra Madre, vivamos con plenitud y entrega nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor. Que sepamos ser receptivos a la gracia y al poder de Dios para luchar y así contra el mal que atenaza y ahoga nuestro corazón. Pongamos nuestras vidas en el corazón de nuestra Madre, para que ella, maestra de la entrega y del seguimiento de Cristo, nos enseñe a decir <<sí>> a Dios, y <<sí>> a los hombres, nuestros hermanos.

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