viernes, 24 de mayo de 2013

Fiesta de la Santísima Trinidad

Prov 8,22-31: El Señor me estableció al principio de sus tareas.
Rom 5,1-5: El amor de Dios inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado.
Jn 16,12-15: El Espíritu de la verdad os irá guiando en la verdad toda.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004. 

Nos reunirnos para celebrar una de las fiestas más grandes de los dogmas más sublimes del misterio de Dios: el misterio de la Santísima Trinidad. Al final del siglo XIII, el gran teólogo dominico, el maestro Eckart, al referirse al misterio de la Trinidad, comentaba: «Cuando el Padre mira al Hijo, el Padre le sonríe al Hijo, y el Hijo le sonríe al Padre; de esta sonrisa brota el placer, y de este placer brota el amor, y de este amor brota la fecundidad que da origen a las tres divinas personas, entre ellas el Espíritu Santo». Es un modo hermoso y distinto de hablar de la Trinidad que nada tiene que ver con ese otro a que nos acostumbraron de pequeño, el que se intentaba explicar el misterio trinitario de Dios recurriendo a la figura geométrica del triángulo, o a aquellos principios filosóficos de una sola esencia y de tres personas distintas.

Cuando hemos hablado de Dios y de la Santísima Trinidad, hemos corrido el peligro de considerar este dogma únicamente como un dogma que sólo afecta a Dios y nada más que a Dios. Esto es verdad, la Trinidad nos remite al «en sí» de Dios, como diría el ftlósofo Zubiri, pero es una verdad que no se queda encerrada en sí misma sino que está abierta al horizonte humano. Dios se ha revelado en Jesucristo, y, por tanto, es Dios con nosotros, y no un Dios para que lo veamos lejano en los astros o allá en las nubes, sino para que lo veamos en el corazón de cada hombre, en mi propio corazón, como diría San Agustín. 
Las lecturas que la Iglesia nos presenta en esta fiesta nos invitan a acercarnos más al corazón de los demás y al corazón del mundo y de la naturaleza, desde el corazón de Dios, centro de todo el universo y de todo lo creado. 

El primer texto del libro de los Proverbios nos presenta a la Sabiduría divina jugando y admirando la bola del mundo y mimando el universo. En el salmo responsorial hemos leído: «Señor, qué admirable es tu nombre en toda la tierra. Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?». Es, en resumidas cuentas, una invitación a descubrir a Dios en la creación, templo de Dios, como dijo el gran pensador Teilhard de Chardin. 

Hoy, desde ambientes y posturas anticristianas se nos acusa a los creyentes de haber liquidado la hermosura de la naturaleza, rompiendo el equilibrio de los ecosistemas y la armonía que existía entre el hombre y su medio ambiente. Esta tesis acusatoria la apoyan en el mandato que Dios hace al hombre al principio de la creación: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gén 1,28). En realidad, esta exégesis no deja de ser una caricatura interpretativa. ¿A qué nos invita realmente Dios cuando nos manda que sometamos la tierra? No a abusar de la madre naturaleza, como pretenden hacernos creer los mercachifles de la hermenéutica, sino a colaborar con Dios en la obra de la creación, a «cocrear» con Dios, como dice muy finamente Zubiri. Una de las dimensiones y extensiones del pecado original es el pecado contra la naturaleza, que nada tiene que ver con lo que Dios quiere, y sí con lo malamente el hombre quiere y realiza.

Quienes critican el mandato de Dios tendrían que caer en la cuenta de que precisamente el abuso contra la naturaleza inicia su camino de destrucción en el momento mismo en que el hombre se olvida de Dios y destierra a Dios de su mundo y de su historia. Este movimiento de «acoso y derribo» de Dios se inició con el Renacimiento, conocido también como la etapa del inicio de la «mayoría de edad antropológica» y de la «disolución teológica». El antropocentrismo sustituye al teocentrismo de épocas anteriores. Dios es dejado en sus «alturas», y la tierra es sólo y nada más que asunto del hombre. No hay más Dios que el hombre. Así se consuma la tentación prometeica. El hombre, dueño y señor de todo, juez y parte de sus asuntos, empapado de la inmanencia hasta la médula, va convirtiendo paulatinamente el paraíso que es la tierra en un infierno. Ensoberbecido con su ciencia, con la autonomía de su saber, con la seguridad de sus inventos, no tiene otro lema que el progreso, a costa de lo que sea. Los efectos de la aplicación de tal filosofía ya los estamos padeciendo: contaminación medio ambiental, polución urbana, descenso alarmante de la calidad de vida, etc. Este mundo nuestro está más estropeado que nunca, como escribía el gran filósofo Gabriel Marcel. 

Como cristianos no podemos permanecer impasibles. De la consideración de las lecturas de la fiesta de hoy podemos y debemos sacar, al menos, dos conclusiones: la primera, que el mundo sólo tiene sentido con Dios, no al margen de Él. Pero el Dios en quien creemos es un Dios que es amor, vida, creación, y no destrucción y muerte. Amor, placer, sonrisa, fecundidad son dones de Dios que nos ayudan a comunicarnos a los unos con los otros, a ser generosos, altruistas, servidores de los demás y servidores de la creación, obra de Dios. Dios ama el mundo, porque es obra de sus manos y, por ello, en su raíz es bueno: «y vio Dios que era bueno» (Gén 1,31). 

La segunda conclusión no se hace esperar para nosotros los cristianos: tenemos que amar, defender, mimar, cuidar a la madre naturaleza entendida íntegramente, como nos exhorta el papa Juan Pablo II. Es decir, amar, defender, mimar y cuidar no sólo los montes, los valles, la capa de ozono, la atmósfera o los ecosistemas, sino también la vida humana, porque el hombre es la cima de la creación (cf. Gén 1,26-30) y, por esta razón, Dios le ha dado el mando sobre las obras de sus manos (cf. Sal 8). Esto implica un no rotundo a todo lo que conlleva la muerte de las personas; un no rotundo a las guerras, a la violencia, al hambre de miles de personas, al aborto, a la eutanasia. No es 
posible entender cómo se puede defender al mismo tiempo la vida de los animales y el aborto humano. Es una gran incongruencia. Hay que defender tanto la vida de la 
naturaleza como la vida humana. Así lo entendieron los santos, entre ellos San Francisco de Asís y San Juan de la Cruz, quien en su Cántico espiritual nos da toda una lección de ecologismo y de amor a la vida, creación maravillosa de Dios: 

«Vosotros los que fuerdes 
allá por las majadas al otero, 
si por ventura vierdes 
a aquél que yo más quiero, 
decidle que adolezco, peno y muero.

Mil gracias derramando pasó 
por estos sotos con presura, 
y yéndolos mirando 
con sólo su figura, 
vestidos los dejó 
de su hermosura». 

¿Acaso se puede decir algo más bello de la naturaleza, de los bosques, de los montes, de los mares, del medio ambiente, donde Dios nos ha puesto como jardineros al frente de su creación? Día de la Trinidad, una fiesta y un mensaje: nuestro amor a Dios sólo es verdadero si amamos de corazón a nuestros prójimos y si amamos y recreamos el mundo.

lunes, 20 de mayo de 2013

Proyección de "La última cima"


Jueves 23 de mayo | 21,00 horas
Jardines | Fundación Miguel Castillejo


El próximo jueves 23 de mayo tendrá lugar en los jardines de la Fundación Miguel Castillejo la proyección de la película "La última cima", con su posterior coloquio. Esta actividad se organiza de manera conjunta por la Fundación y la Parroquia de Santa Marina.

La película, de Juan Manuel Cotelo, está basada en la vida de Pablo Domínguez Prieto, sacerdote madrileño fallecido en febrero de 2009, con 42 años, en un accidente mientras descendía la cima del Moncayo, la última cima española de más de dos mil metros que le quedaba por conquistar.

Al poco tiempo de su estreno, en junio de 2010, se convirtió en una de las películas más taquilleras en España, habiéndose consagrado como "uno de los documentales más vistos de la historia de nuestro país".




jueves, 16 de mayo de 2013

Solemnidad del Domingo de Pentecostés


Domingo, 19 de mayo

Hch 2,1-11: Se llenaron todos del Espíritu Santo.
1 Cor 12, 3-7. 12-13: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu. 
Jn 20, 19-23: Recibid el Espíritu Santo. 

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004. 

Celebramos la fiesta de Pentecostés, fiesta del Espíritu Santo. Pentecostés es la luz irradiante del Espíritu que nos explica todas aquellas realidades que nos dejó el Resucitado: “Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad os irá guiando en la verdad toda” (Jn 16, 13). La luz del Espíritu nos ayuda a discernir los signos de los tiempos y a interpretarlos en clave divina; a ver la historia, no como una historia humana a secas, sino como la historia de la salvación de Dios a los hombres. El Espíritu nos hace ver cómo opera Dios “desde dentro”, en el corazón mismo de la historia y en el corazón mismo del hombre, sembrando en ambos la semilla de la salvación eterna.
Pero la acción del Espíritu es también fuerza, energía que nos sostiene y nos anima; nos alienta y robustece en el testimonio cristiano, como robusteció a los profetas (cf. Jer 1, 4-10) y a los apóstoles (cf. Hch 4, 31-33) en su tarea evangelizadora. Por eso, la señal de que nuestro testimonio de vida y nuestro apostolado son auténticos no es otra que la presencia en ellos de Espíritu. Y el Espíritu se detecta cuando vivimos la vocación de ser cristiano con mucha alegría y con más entusiasmo; cuando estamos verdaderamente ilusionados y enamorados de nuestra condición de cristianos. ¿Cómo puede entenderse que el Espíritu habite en un corazón muerto que no vibra ante nada ni por nada?
Como se nos comenta en el Evangelio de San Juan, los discípulos pasaron de una actitud de fracaso y de miedo a otra de victoria y de valentía (parresía). El Espíritu operó en ellos el cambio, la conversión radical que les hizo primero “ver”, y, más tarde, “actuar”. Si el Espíritu no los hubiese asistido con sus dones, con su fuerza y con su luz en aquellas horas inciertas, llenas de dudas y de sombras, ¿de dónde habrían sacado tanto vigor y tanta valentía para abrir las puertas de sus noches a la claridad del día? Ésta es una de las grandes señales que ponen de manifiesto que Jesucristo resucitó y envió a su Espíritu a sus apóstoles para que acometiesen con autoridad la evangelización de los pueblos.
En otras ocasiones hemos hablado de la ausencia o de la “muerte de Dios” en nuestro mundo. Hoy también hemos de hablar de “ausencia” y “muerte” del Espíritu en el mundo, y hasta casi en el corazón de los creyentes.
En efecto, inmersos en la autosuficiencia de la técnica que nos seduce y atrapa hasta esclavizarnos, extrapolamos, tal vez sin advertirlo, lo humano a lo divino, confiando al poder de nuestras tácticas humanas la tarea de la evangelización, obra de Dios. Tácticas muy de moda en nuestros actuales apostolados como, por ejemplo, nuevas metodologías, publicidad, congresos, sonidos e imagen, etc. Todo esto está bien, porque tenemos que ser hombres de nuestro tiempo, y el Evangelio hay que predicarlo oportuna e importunamente, sirviéndonos de todos los medios posibles a nuestro alcance, pero sin caer en la tentación de convertir los medios en fines. Quiero decir, sin apoyar la evangelización en el poder de la técnica, porque en tal caso, Dios, objeto de la evangelización, sería un puro pretexto; no predicaríamos a Dios, sino que nos predicaríamos a nosotros mismos.
Cuando la evangelización no es obra de Dios, sino obra nuestra, cuando el Espíritu no es el motor de nuestro apostolado, sino que lo es nuestro afán de conquista y de éxito humano, entonces, la tarea misionera acaba en el más estrepitoso de los fracasos porque nuestras palabras y nuestros hechos no dicen nada, ni obran nada, están huecos, cumpliéndose así las palabras proféticas de Gamaliel: “Si su plan o su actividad es cosa de hombres, fracasarán” (Hch 5, 38).
Solamente Dios, mediante la acción transformadora de su Espíritu, es garante de la salvación que anunciamos. Sólo el Espíritu, el santificador, es el verdadero impulsor y motor que nos lanza la tarea de anunciar el Evangelio por todo el mundo. Es en este caso, y sólo en él, cuando se cumple la segunda parte de la sentencia de Gamaliel: “Pero si es cosa de Dios, no lograréis suprimirlos” (Hch 5, 39).
Hemos sido convocados por el don del Espíritu para formar un solo cuerpo, una sola Iglesia. Aunque los dones son muchos, el Espíritu es uno. El testimonio cristiano más urgente al que estamos convocados es el testimonio de la unidad de todos los creyentes en Jesucristo, para que el mundo crea que es Dios quien nos ha enviado y, así, demos testimonio de la verdad.
En esta fiesta de Pentecostés, tan hermosa y radiante, invoquemos al Espíritu Santo, Padre amoroso del pobre, luz que penetra las almas y fuente del mayor consuelo, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. Invoquemos sus siete dones, pero especialmente el don de la sabiduría, para saber acertar en nuestras decisiones de vida y obrar en el testimonio cristiano.
Sería bueno que en más de una ocasión invoquemos la siguiente secuencia del Espíritu, para que en todo momento y circunstancias inunde con su luz nuestro corazón y destierra de él las sombras y las vanidades de la vida que con frecuencia nos acechan y asaltan, y para que, al mismo tiempo, nos impulse con fuerza y constancia a la tarea de la evangelización, obra de Dios:

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetras las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped de alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón del enfermo,
 lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones
según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.

lunes, 13 de mayo de 2013

Imágenes de la conferencia de Desiderio Vaquerizo Gil



Aquí os dejamos las fotografías correspondientes a la conferencia "Entre Indiana y Tadeo Jones... Arqueología: algo más que un sombrero y un látigo" de Desiderio Vaquerizo Gil, que tuvo lugar el pasado 9 de mayo.




Presentación de "Impulsos"


Miércoles, 15 de mayo | 
Salón de actos | Fundación Miguel Castillejo


El próximo miércoles día 15 de mayo tendrá lugar en el Salón de Actos de la Fundación Miguel Castillejo la presentación del libro "Impulsos", de May Gañán y José María Mejorada. Entidad presentadora y logística: Fundación Humanitas.

martes, 7 de mayo de 2013

Fotografías del concierto de David Russell


Aquí os dejamos un par de fotografías tomadas el pasado día 25 de abril en el concierto del maestro del violín David Russell



lunes, 6 de mayo de 2013

Conferencia de Desiderio Vaquerizo Gil


Jueves, 9 de mayo | 20,30 horas
Salón de Actos | Fundación Miguel Castillejo


El próximo jueves 9 de mayo tendrá lugar en el salón de actos de la Fundación, con motivo de la celebración del ciclo de conferencias del 40º Aniversario del Círculo Cultural Averroes, la conferencia "Entre Indiana y Tadeo Jones... Arqueología: algo más que un sombrero y un látigo", por el catedrático de Arqueología de la UCO Desiderio Vaquerizo Gil.

viernes, 3 de mayo de 2013

Sexto domingo de Pascua


Domingo,  5 de  mayo

Hch 15,1-2.22-29: El Espíritu de Cristo sigue asistiendo a la Iglesia.
Ap 21,10-4.22-23: Me enseñó la ciudad santa.
Jn 14,23-29: El que me ama guardará mi palabra.


Las reflexiones cristianas que nos brinda la lectura de los Hechos de los Apóstoles en este sexto domingo de Pascua giran en torno al proceso de ruptura y de adaptación que en su momento tuvo que hacer el incipiente cristianismo en el mundo judío. 

En efecto, las primitivas comunidades cristianas estaban nutridas por un buen número de judíos conversos, quienes, a pesar de haber abrazado la fe en Jesucristo, seguían con sus costumbres y ritos judíos, queriendo, además, hacerlos extensivos al ámbito de la fe y de la vida cristiana. Fue, una vez más, la encarnación y el vivo reflejo de las posturas dogmáticas e intransigentes que desde siempre anidan en el corazón del hombre, convirtiéndolo en fanático. Esto provocó un serio altercado entre una facción y otra; entre los ultraortodoxos judaizantes y los que entendían que el judaísmo había sido superado por el cristianismo. 

Las preguntas de envergadura que subyacían en el fondo de las disputas que se suscitaron no fueron otras que éstas: ¿De dónde procede realmente la salvación? ¿La producen los ritos y las prácticas religiosas, o bien es un don del Espíritu? Los cristianos judaizantes no entendieron que con Jesucristo se había iniciado la novedad absoluta y definitiva del Reino; que la religión que se fundamentaba en el ritualismo y en innumerables prácticas religiosas, había sido superada por la religión del corazón; que la ley había quedado obsoleta ante la fuerza emergente y vigorosa del amor; que los ritos no salvan, porque ontológicamente son incapaces de ello; sólo el amor del corazón sana y salva, porque Jesucristo es la síntesis del amor y la salvación perfecta de Dios a los hombres. 
La Iglesia es el don de Jesús a todos los hombres. Es una Iglesia universal, abierta a todos los que quieran integrarse en ella. En ella, todos formamos la gran familia de los hijos de Dios. Es, también, una comunidad de salvación y una comunidad de fe, que cree en Jesús como Dios, Señor y Salvador. Y la salvación que ofrece la Iglesia es la misma salvación de Dios, dirigida a todos los hombres que quieran aceptarla. 

En consecuencia, en la Iglesia no caben las intransigencias, ni  los dogmatismos, ni los exclusivismos, porque Dios no hace acepción de personas. Todos los hombres son hijos de Dios; todos pertenecen al Pueblo de Dios; a todos se les oferta la salvación. 

Ésta es la Iglesia de Jesucristo. Con todo, no debemos olvidar nunca que la Iglesia, como bien la calificó San Agustín, es sancta et meretrix; es decir, santa y pecadora. La habita el Espíritu de Dios, pero también está compuesta por hombres de carne y hueso, con sus luces y sus sombras. Por ello, la tentación del dogmatismo y del fanatismo planea como una sombra funesta sobre ella, como planeó sobre las primeras comunidades cristianas. 

No obstante, el Espíritu de Cristo sigue en la Iglesia y con nosotros, enseñándonos y recordándonos lo que Jesús dijo e hizo. Su vida y sus enseñanzas se resumen en el amor. Es, precisamente, este amor el que nos hace vencer lo más difícil: las propias convicciones y las propias posturas ante Dios, ante la vida, ante los demás hombres. No se trata renunciar al propio sistema de pensamiento; no se trata de traicionarse uno a sí mismo rompiendo la propia trayectoria de la vida; se trata de de saber elegir; y saber elegir bien; se trata de estar abierto constantemente a la verdad de Dios, y no tanto de encerrarse uno mismo en la propia verdad; se trata, al fin y al cabo, de superar el estrecho límite de los propios puntos de vista, para, así, ensanchar el horizonte de nuestra visión. Un antiguo proverbio dice que «quien no ve más verdad que su verdad, está ciego». Y así es, en efecto, porque la verdad no se identifica en ningún modo con mi verdad. Mi verdad es una parte de la verdad, o sólo y únicamente una parte; y la parte ni es igual ni se identifica con el todo. 

Una cosa está clara, Dios está por encima de nuestros esquemas mentales, más allá de nuestras intenciones más íntimas y de nuestro mundo particular de entender las cosas. El camino de la fe consiste precisamente en renunciar a nuestros «particularismos» y a nuestras visiones inmediatas para alojarnos en el horizonte universal de Dios, donde no hay otros límites que el infinito. 

La Iglesia ha pasado por muchas vicisitudes y modos de interpretar  la aplicación concreta del Evangelio a lo largo de su dilatada historia, producto todas ellas de su condición humana. En unas épocas primaba más lo individual sobre lo social; en otras, era justamente lo contrario. Hubo tiempos en los que el peligro de perder la identidad hizo temblar los cimientos y las estructuras de la misma Iglesia, por ello tuvo que corregirse a sí misma en no pocas ocasiones. 

Con todo, en medio de este deambular por la historia como a tientas, la Iglesia siempre ha estado asistida, y lo sigue estando, por la fuerza y el don del Espíritu Santo, que es el que le enseña todo y le va recordando todo lo que Jesús dijo. Es el espíritu de la verdad que la guía hacia la verdad suprema. Por ello, la Iglesia es católica, es decir, universal, fraterna. La Iglesia aparece, así, ante el mundo como don de Dios. 

La presencia del Espíritu, animador y consolador alienta su actividad y la conduce a la vivencia del misterio de Cristo. Así, el Espíritu es el alma de la Iglesia. 

Mis queridos hermanos y amigos, pidámosle al Señor Resucitado que la luz de su resurrección ilumine las cegueras de nuestros ojos, de tal modo que veamos con claridad la plenitud de la verdad. Que esta misma luz inunde nuestra mente para que no se encierre en su verdad que la abra a la verdad de Dios.