miércoles, 28 de agosto de 2013

Vigésimo segundo domingo del tiempo ordinario

Eclo 3,19-21.30-31: Dios revela sus secretos a los humildes
Heb 12,18-19.22-24: Vosotros os habéis acercado a Dios, juez de todos
Lc 14,1.7-14: Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Las lecturas sagradas que este domingo nos presenta la Iglesia para nuestra reflexión son una continuación de las lecturas del domingo pasado, en el que veíamos cómo ante Dios no sirven para nada nuestras pretensiones humanas de primacías y grandezas, es decir, que ante Dios nadie tiene unos derechos adquiridos y, en consecuencia, nadie tiene “derechos” sobre los “primeros puestos”, porque quienes se consideren “primeros” serán los “últimos” y a la inversa. El Evangelio de hoy ahonda y profundiza en esta especial pedagogía de Dios que trastoca todos nuestros esquemas. Fundamentalmente se centra en las virtudes de la humildad y de la misericordia, de fuerte contraste en el mundo de hoy, porque una y otra han pasado al reino de los conceptos obsoletos.

En efecto, resulta paradójico –y hasta esperpéntico- no ya vivir, sino incluso dialogar sobre las mencionadas virtudes de una sociedad que se rige por el interés, la imagen, el poder y las vanaglorias humanas; en una sociedad que esencialmente se define y vive a golpe de análisis socioeconómicos a través del marketing, los planes de las multinacionales, el imperio de los grandes holdings; en una sociedad en la que lo importante es el éxito que determina que sólo hay lugar para los ganadores y no para los perdedores; en una sociedad en la que no hay lugar para lo humano –calificado de sensiblería por los poderosos-, porque todo lo ocupa el afán de triunfar y la sed de poder.

Pero no nos engañemos, la sociedad es como es porque así son sus miembros. De nuevo aparece en el horizonte un tema tan viejo como nuevo. Me refiero al tema del pecado original como pecado de soberbia y de orgullo (cf. Gén 3,5), que el Adán de siempre ha cometido en la larga historia de la humanidad. ¿Cómo puede estar abierto a la acción de Dios, al horizonte de Dios, quien se cree con los mismos derechos que Dios? Es más, ¿cómo estar abierto a Dios, cuando Dios es negado a favor del hombre? De esta suerte el hombre, encumbrado en su orgullo, desprecia todo signo de humildad, de sencillez, de generosidad, porque en su particular escala valorativa son signos de débiles, anda interesantes desde el punto de vista del poder, de la fama y del triunfo.

Decía K. Rahner que el horizonte existencial del hombre está abierto al horizonte sobrenatural de Dios, es decir, a la revelación. Dios ha hecho al hombre para el encuentro y la comunión con Él. Pero una cosa es la vocación a la que Dios llama al hombre y otra la respuesta que da el hombre a dicha llamada. Una cosa está clara: mientras el hombre persista en su actitud de endiosamiento tendrá cerrado el acceso a la comunión con Dios. Por seguir el pensamiento de Rahner, mientras el hombre se empeñe en conquistar y ser dueño de la verticalidad no hará otra cosa que encerrarse y ahogarse más en la horizontalidad. La soberbia de la vida no es otra que el ateísmo de la vida, que no es la negación de Dios como comúnmente se cree, sino la sustitución de Dios. El hombre destrona a Dios de su puesto para ocuparlo él. Del teocentrismo pasamos al antropocentrismo.

Sin embargo, el proyecto de Dios es bien distinto. Como muy bien nos plantea la primera lectura del libro del Eclesiástico, el hombre sólo será capaz de abrirse a la revelación de Dios cuando se apee de sus grandezas y reconozca sus limitaciones. Ésta, y no otra es la única actitud que cabe ante Dios, quien “revela sus secretos a los humildes”. Los preferidos de Dios son aquellos que eligen ser pequeños como ejercicio particular de la misericordia. Por ello, no tienen como meta el poder, los puestos de honores o de influencias, sino el servicio y la entrega generosa. “En vez de obrar por egoísmo o presunción, cada cual considere humildemente que los otros son superiores” (Flp 2.3-4). Los puestos no son fines, sino medios para servir, para ejercitar la misericordia con los más pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos.

El proyecto de Dios fue el proyecto de Jesucristo, quien siendo Dios se hizo hombre y se convirtió en servidor de todos sus hermanos, como camino inexorable de salvación. Como muy bien lo expresa el apóstol San Pablo: “Él, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos” (Flp 22,6-7). Ahora se puede comprender la propuesta de Jesús en la parábola del Evangelio de hoy, acerca de la primacía en los puestos de honor de los banquetes. Jesús prefiere el último lugar, no para darnos una lección de astucia o sabiduría humana –“Hazte pequeño y te querrán más”-, sino porque es la única actitud que Dios valora.

La reflexión de Jesús no sólo va dirigida a los fariseos, con los que siempre estuvo enfrentado y a los que criticó duramente a lo largo de su vida pública, sino también a todos los cristianos, creyentes, hombres de Iglesia que buscan con ahínco los puestos de honor y se afanan por los privilegios y las prebendas que genera el estar “bien situado”, en detrimento de los más pobres y los más débiles. A estas personas que hacen de su misión no un servicio sino una carrera para llegar “alto” a base de medrar y despreciar a los demás, Jesús les muestra la sabiduría que nace de la cruz, es decir, la sabiduría de la humildad y del amor como fuente de misericordia, la pequeñez como sentido auténtico de vida cristiana y el servicio como norma de vida y expresión del Evangelio: “El que quiera subir, sea servidor vuestro, y que el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos, porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,44-45).

Esta actitud que compete a cada uno en particular, también es una urgencia de vida para la Iglesia que como comunidad no puede perder la sintonía con el Evangelio y, por tanto, ha de apostar siempre por los débiles y los enfermos si es que quiere ser signo visible y creíble de la Palabra de Dios que dice vivir y anunciar. El papa Pablo VI puso el dedo en la llaga cuando, tanto a la Iglesia en general como a sus miembros en particular, lanzó las siguientes cuestiones con el fin de provocar en el seno de aquélla y en el corazón de todos una profunda reflexión y posterior conversión de vida: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma? ¿Anunciáis lo que creéis? ¿Creéis lo que anunciáis?”.

Dejamos abiertas estas sencillas pero profundas preguntas para que cada cual las interiorice y las personalice de modo que pueda responder a ellas desde una actitud de conversión profunda y en sintonía con el mensaje de la parábola de hoy: “El que se ensalza será humillado y el que se humilla será enaltecido”.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Vigésimo primer domingo del tiempo ordinario

Is 66,18-21: Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua
Heb 12,5-7.11-13: El Señor reprende a los que ama
Lc 13,22-30: Hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

No es nuevo el diagnóstico que los sociólogos hacen de nuestra sociedad calificándola de “sociedad enfermiza”, obsesionada con el placer y con el bienestar como únicos motivos por los que vivir, olvidada del dolor y del sacrificio como obstáculos neuróticos. Es una sociedad que está metida de lleno en la cultura de las “facilidades”: facilidades en el trabajo mediante una tecnología cada vez más sofisticada; facilidades para pagar a plazos todo lo que la publicidad y la ley del consumo aprueban como bueno y cómodo para nuestra vida; facilidades para, aparentemente, triunfar. Así, paulatinamente, se ha ido ensalzando el bienestar material a cualquier precio, haciéndosele coincidir malévolamente con todo y el único bienestar del hombre.
También los cristianos participamos de esta sensación de triunfalismo barato –si cabe con mayor gravedad-, porque sin apenas darnos cuenta hemos trasladado las comodidades terrenas a la dimensión de lo sobrenatural. Así damos por supuesto como una verdad incontestable que, sin más explicaciones, Dios nos salva a todos a pesar de nuestras posturas y actitudes de vida porque Dios es bueno y misericordioso. En otros términos, el pecado es una realidad que no tiene razón de ser porque en el fondo, según el dicho popular, “todos somos buenos”. Sutilmente hemos transformado la voluntad de Dios, “que quiere que todos los hombres se salven”, en la voluntad humana por la que “todos estamos ya salvados”. Es el pecado por exceso.

Junto a esta postura se encuentra también la de aquellos que pecan por defecto al pensar que sólo ellos y nada más que ellos se salvarán, porque han renunciado a todo tipo de bienestar y acatan y cumplen hasta la última coma de las leyes impuestas por la Iglesia. Son los que interpretan el Evangelio al pie de la letra, enmendándole la plana al mismo Jesucristo. Quizá el pecado que encarna esta actitud de vida sea el de querer convertir la misericordia y benevolencia de Dios en el dogmatismo y dureza humanas.

No es Dios quien decide la salvación de los hombres, somos nosotros los que tomamos esa decisión por Dios y la presentamos ante los demás como decisión divina. Seguimos anclados en el fariseísmo de siempre, más cerca de nuestro corazón de lo que sospechamos o imaginamos.

El Evangelio de hoy viene a ponernos, a unos y otros, “los puntos sobre las íes”. En efecto, es voluntad de Dios que todos los hombres se salven porque no quiere la muerte del hombre sino que se convierta y viva. Pero no podemos olvidar que es “voluntad de Dios” y sólo de Dios. Por ello, no toca a los hombres la decisión final de la salvación sino a Dios (cf. La parábola de la cizaña en Mt 13,24-30). Con esto no estamos justificando el pasotismo del hombre pero sí la gratuidad de la salvación como don, gracia y regalo de Dios al género humano. 

En consecuencia, la salvación no es un artículo que compramos en cualquier tienda, ni se adquiere por nuestras propias fuerzas como un derecho al margen de la voluntad de Dios; ni tampoco se conquista por una actitud pasiva. Debemos esforzarnos, comprometernos, luchar por la causa del Reino y su justicia, y confiar en los designios y en la misericordia de Dios. El esfuerzo no es cosa fácil porque tampoco lo es vivir el día a día del Evangelio. Es un esfuerzo que implica la cruz –como sobradamente ya hemos señalado en anteriores reflexiones-: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha”. Por esta razón no podemos contentarnos con creer que Dios siempre está contento con nosotros, pensando que ya lo hemos conseguido todo. El compromiso cristiano no es cuestión de un momento o de una temporada. Es un proyecto de vida, una vocación a desarrollar.

Como cristianos hemos de ser profundamente responsables sabiendo que ni basta con el activismo desorbitado, ni con la pasividad rezagada a la intemperie de la vida esperando que todo me lo resuelvan fácilmente. La experiencia de Dios debe ser una de las realidades más sublimes de nuestra vida, una experiencia que nos remite continuamente al compromiso cristiano, al amor a Dios y al prójimo. La falsa seguridad religiosa motivada por nuestros deseos de ser y de aparentar, no se puede confundir con una vida de fe expresada en nuestras acciones de cada día. El que no orienta su vida hacia Dios se excluye él mismo de la comunión con Él y, por lo tanto, rechaza la salvación de Dios. 

Es verdad que el camino de la vida está plagado de dificultades, de cruces y de fronteras muchas veces infranqueables –es la “puerta estrecha” de la que nos habla el Evangelio de hoy-, pero ello no puede restarnos un ápice de coraje y entusiasmo, ni puede llenarnos de temor como a las personas pusilánimes. Nuestro deber es confiar en Dios, tener una fe insobornable que no se rinde ante la más mínima dificultad y que se empeña en la fidelidad a Jesucristo y a su mensaje de salvación.

No nos toca a nosotros saber cuántos se salvarán y quiénes se salvarán. Es una cuestión de Dios. Por ello, Jesús no responde directamente a la pregunta que se le hace, sino indirectamente, como diciéndonos: “Preocupaos por lo que realmente merece la pena, es decir, por ser buenos y comprometidos creyentes, por trabajar por la causa de Jesús y del Evangelio, por amar a vuestro prójimo. Lo demás es cosa de Dios”. Dios no tiene en cuenta las distinciones, honores y méritos humanos como currículo que avala lo “buenos” y “honrados” que somos, y por tanto, los que poseemos más puntos para acceder a los primeros puestos en el ranking de la salvación. Dios invierte una vez más nuestros parámetros, nuestras escalas de valores e intereses. No le importan para nada nuestros méritos, sólo le importa que tengamos un corazón bien dispuesto, sencillo, humilde, entregado, misericordioso, comprometido con la causa del Reino. En este sentido, todos los que así viven son los “primeros”.

Mis queridos hermanos y amigos: tengamos como preocupación esencial de vida ser personas buenas que hacen el bien a los demás y confiemos siempre en la misericordia y en la benevolencia de Dios. Nosotros esforcémonos por desarrollar la tarea que Él nos ha encomendado, sin pensar nunca en que ya es suficiente y en que tenemos bastante para alcanzar la salvación. Que nuestra última reflexión siempre sea ésta: “No somos más que unos pobres criados, hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17,10).

miércoles, 14 de agosto de 2013

Vigésimo domingo del tiempo ordinario

Jer 38, 4-6.8-10: Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia.
Heb 12, 1-4: Corramos la carrera que nos toca, sin retirarnos.
Lc 12, 49-53: No he venido a traer paz, sino división.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Si abrimos un periódico de cualquier día, siempre hay una sección que se repite. Nos referimos a las noticias y reportajes sobre la violencia en el mundo. Una violencia que podemos clasificar de mayor a menor escala, pero no por eso deja de ser violencia. Las guerras entre países o entre los miembros de un mismo país, el terrorismo, las disputas familiares y personales, constituyen elementos necesarios del formato de la prensa diaria, porque tales noticias son un leiv motif en la historia de la humanidad. Por eso, no nos sorprende desayunarnos a diario con semejantes eventos.

Pero lo perturbador es que el Evangelio nos hable de violencia y de divisiones. El Evangelio -que literalmente significa la Buena Noticia- es portador también de las malas noticias. Es más, Jesucristo, el Hijo de Dios que ha venido al mundo para salvarlo y no para condenarlo, proclama en el Evangelio de hoy que no ha venido al mundo a traer la paz sino la división. ¿Qué rompecabezas es éste? ¿Qué significa todo esto?

Pienso que no hace falta indagar en demasía para advertir de inmediato la clase de división que trae Jesús. Por supuesto, no se trata de que Jesús fomente la guerra y anime a sus discípulos a tomar las armas para conquistar el poder. El discurso y la obra de Jesús no es una incitación a la violencia, incluso ante situaciones de tremendas y claras injusticias, sino una invitación a la paz que sólo es posible desde el amor, nunca desde el odio (cf. Mc 10, 42-45). Quienes han interpretado el pasaje del Evangelio de hoy en una línea netamente social-revolucionaria han tergiversado el sentido del texto para adaptarlo a su ideología y a sus principios, diferentes de los principios del Evangelio mismo.

Jesús habla de un <<prender fuego al mundo>> y de una <<división>> que nada tiene que ver con la cadena de enfrentamientos humanos. Jesús nos habla de la división que la Palabra de Dios provoca en el corazón humano, es decir, de la opción que hemos de tomar ante Jesucristo y su mensaje de salvación. Una opción que sólo tiene dos alternativas: de aceptación o de rechazo. De esta suerte, en Jesús se cumple lo que ya le profetizara el anciano Simeón a la Virgen María: <<Mira: éste está puesto para que todos en Israel caigan y se levanten; será una bandera discutida, mientras que a ti una espada te traspasará el corazón; así quedará patenten lo que todos piensan>> (Lc 2, 35).

Toda la vida de Jesús, como la de los profetas que le precedieron, fue símbolo de la aceptación y del rechazo de la luz y de la verdad por parte de los hombres: <<La gente hablaba mucho de él, cuchicheando. Unos decían: “Es buena persona”. Otros, en cambio: “No, que extravía a la gente”>> (Jn 7, 12). Jesucristo, como los profetas, tuvo que sufrir en propia carne el oprobio de quienes optaron a favor de su soberbia y egoísmo y en contra del amor. Su camino fue el camino de la cruz. Y es que la verdad, la transparencia, la luz no dejan a nadie indiferente; divide y separa, incluso a familias enteras en las que unos miembros optan por el  camino de la fe y del testimonio cristiano y otros por la indiferencia y el desprecio de todo lo que les suene a Dios. Ésta fue y es la historia singular de muchos de nuestros mártires, los pasados y los presentes, quienes por defender su fe fueron perseguidos y muertos por los suyos propios.

Sin embargo, el color de la <<división>> cambia de signo cuando se produce por discrepancias sobre el mismo Dios en quien creemos. Discrepancias que históricamente han propiciado la ruptura en el seno de la Iglesia, dando como resultado una pluralidad de confesiones bajo una misma fe en Jesucristo: protestantes, ortodoxos, anglicanos, católicos, etc. En este caso es una división no querida por Dios, sino por los propios hombres. Por ello, es una división que, a su vez, divide y crea conflictos entre los propios hermanos dando lugar a las llamadas <<guerras de religiones>>. Una cosa es que Jesús y el Evangelio sean motivo de adhesión o de rechazo por las condiciones y exigencias que implica y otra que los propios creyentes queramos dividir a Dios mismo y apropiárnoslo con patente de exclusividad.

Mis queridos amigos: ser cristiano no es nada fácil; ya lo hemos comentado en múltiples ocasiones. Ser cristiano es asumir, lo mismo que Jesús, el camino nada cómodo y nada humanamente beneficioso de la cruz. Pero también es verdad que sólo la cruz y nada más que la cruz, es nuestra mejor tarjeta de identidad y nuestro mejor motivo de alegría porque es señal de que nuestra vivencia cristiana es auténtica.

La cruz es el resultado de ser como Jesús: <<una bandera discutida>> y <<signo de contradicción>> para los demás. Y esto sólo es posible cuando se es fuel a la verdad del Evangelio, que es la misma verdad de Dios.

Cuando nuestra vida cristiana es alabada y no vituperada, ensalzada y elogiada y no puesta en entredicho, vigilemos atentamente qué hay de cristiano en ella. Lo más seguro es que hayamos disfrazado la verdad de Dios bajo la verdad del hombre.

No nos engañemos. No existe un cristianismo cómodo como existe Jesucristo sin la cruz. El cristianismo de muchos cristianos no comprometidos con su vida de fe no deja de ser una vulgar y zafia caricatura del seguimiento de Jesucristo porque en el fondo quieren servir al mismo tiempo a Dios y a los hombres, quieren <<casar>> las exigencias de Dios con las indolencias humanas, lo cual es imposible. Quien es auténtico y fiel a las exigencias de su fe no se <<casa>> con nada ni con nadie, sólo con Jesús y el Evangelio. No busca contentar a todo el mundo –labor propia de los aduladores-, sino iluminar con la verdad de su vida a todos los que quieran aceptar la verdad de Dios.

Pidamos al Señor que su Palabra <<divida>> nuestro corazón, es decir, que no nos deje indiferentes sino que nos enfrente a la verdad de nuestra vida para que nos purifique de tantas impurezas que la vuelven opaca, como nuestras comodidades personales, nuestra falta de compromiso, nuestros miedos a dar testimonio de Jesucristo, nuestra falsa piedad desencarnada, nuestro cristianismo light, en una palabra. Y que esta purificación sea el inicio del camino del compromiso cristiano, con entereza y fidelidad, <<fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato soportó la cruz>>, como acertadamente nos comenta la segunda lectura de hoy de la Carta a los Hebreos, sabiendo, como muy bien, lo expresa San Pablo, que <<todo eso lo superamos de sobra gracias al que nos amó>> (Rom 8, 37).

miércoles, 7 de agosto de 2013

Décimonoveno domingo de tiempo ordinario

Sab 18, 6-9: Dichoso el pueblo a quien Dios escogió.
Heb 11, 1-2.8-9: La fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve.
Lc 12, 32-48: Estad preparados.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

El domingo pasado hicimos especial hincapié en la llamada para reorientar nuestra vida hacia las fuentes del ser, camino de liberación y plenitud, frente al imperio del tener, sendero de perdición. El Evangelio de hoy es la rotunda confirmación de la necesidad que tenemos de este -digámoslo así- <<giro antropológico>>, precursor del <<giro de la fe>>.

Jesucristo nos invita a la vigilancia, a <<estar preparado>>, porque Dios es sorprendente y sorpresivo. Sus caminos y su tiempo no son los nuestros. Su modo de actuar es el modo de actuar divino, no el modo de actuar humano. Esto no significa ni mucho menos que Dios intente <<cazar>> al hombre como <<a traición>>. Significa, más bien, que somos nosotros los que intentamos <<medir>> y <<calcular>> a Dios. En los asuntos humanos -que son los nuestros-, estamos acostumbrados a tener todo asegurado, <<atado y bien atado>>, a estudiar hasta los últimos imprevistos logrando un índice de riesgo cero. La perversión se produce en el preciso momento en que el hombre traslada sus esquemas humanos al horizonte de lo sobrenatural -que es el horizonte de Dios-, pretendiendo reproducir en él sus claves de comprensión y de organización del humano vivir. En esto consistió el pecado adámico, en pretender ser igual a Dios o, lo que es lo mismo, en pretender comprender la mente de Dios para dominarla. Fue también el pecado de los fariseos creerse dueños de Dios y, en consecuencia, poseedores de la vida eterna (cf. Lc 18, 9-14).

Sin embargo, Dios sigue sorprendiendo al hombre porque Dios es misterio que escapa a todas las previsiones racionalistas y cientificistas del humano conocer. Por ello, la <<seguridad>> de Dios rompe nuestras <<seguridades>> humanas. Cuanto más seguros queremos estar de Dios, mayor es nuestra incertidumbre. La fe no entiende de proyectos y cálculos humanos, sólo sabe y entiende -y a veces ni esto-, de Dios, como de quien constantemente nos seduce con la magia de su originalidad y con la radicalidad de su novedad. Dios quiebra toda lógica del humano pensar y actuar. De ahí la insistencia evangélica a estar expectantes como centinelas en sus atalayas, prestos y preparados para la sorpresa de Dios.

La gran pregunta que cada uno tiene que  formularse, y sobre todo responderse, es ésta: ¡Cómo he de prepararme yo? El Evangelio nos brinda el modo de plasmar en la realidad de la vida diaria, y no sólo en la teoría, esta <<urgencia de vida cristiana>>. Tres son los retos que el Evangelio nos lanza como cristianos.

Primero, el reto de la fidelidad a Dios desde la fidelidad al proyecto de ser uno mismo. Esto significa fidelidad al proyecto de vida que Dios tiene sobre cada uno de nosotros o, si queréis, realizar la vocación para la que Dios nos ha convocado a la existencia. Os aseguro que esta doble dimensión de la fidelidad a Dios y a uno mismo no es fácil llevarla a cabo, máxime cuando la sociedad de la eficacia y de los resultados precisos nos lanza a calcular si es productivo o no el desarrollo de un determinado proyecto de vida, esto es, de una determinada vocación. No se valora  la vocación en sí como don de Dios porque no importa la fidelidad al proyecto de Dios en mí; lo único que importa es la rentabilidad de los resultados, estén o no en consonancia con la fidelidad a mi propio proyecto de vida. Así frustramos la voluntad de Dios y nos frustramos personalmente a nosotros mismos. No es de extrañar que haya tantas personas insatisfechas e infelices, producto de una <<traición reiterada>>, como acertadamente expresó Vallejo Nájera.

Segundo, el reto de la constancia en la vida de fe y en sus exigencias. Tampoco es fácil afrontar con valentía este segundo reto por dos razones: una, porque la propia vida de fe es una vida dura y exigente. Es el camino de cruz al que Jesucristo nos invita reiteradamente (cf. Lc 9, 23-24). Dos, porque con la constancia en la vida de fe supone la fidelidad a Dios y a su proyecto de salvación en cada uno de nosotros. ¿Cómo ser, pues, constantes en la fe en medio de una mentalidad hedonista? La constancia requiere temple a la vez que exige una confianza absoluta en la voluntad y en el poder de Dios. Es la fidelidad a Dios la que nos empuja a ser fieles a nosotros mismos por encima de ambientes, tendencias, formas de pensar y de vivir que nada tienen que ver con la vida de la fe, con el Evangelio y con Dios.

Tercero, el reto de la responsabilidad antes Dios que ha puesto en cada uno de nosotros unos dones,es decir, unos talentos, no para guardarlos, sino para ponerlos en circulación y multiplicarlos. Tenemos la enorme responsabilidad de optar, bien por la fidelidad al proyecto de ser uno mismo como proyecto de Dios en mí, bien por el olvido de tal proyecto haciendo de nuestra propia vida una caricatura de la misma. O con Dios al margen de Dios. Tampoco es fácil ser responsable en los tiempos de autosuficiencia antropológica que vivimos. La responsabilidad es un vocablo anticuado porque no existe una opción radical de vida. Existen opciones momentáneas, tan insulsas como fugaces, que no comprometen a nada. Por ello, el hombre del siglo XXI sólo es -y a veces ni esto- un haz abierto de posibilidades que nunca llegan a realizarse. Es en el hombre en quien es difícil la conjunción entre el poder ser y el ser. De esta suerte, desaparece la vocación como proyecto de vida y, en consecuencia, desaparece la fidelidad porque ha desaparecido su objeto; sin embargo no desaparece la responsabilidad porque, lo queramos o no, somos responsables de nuestras propias determinaciones, tanto si nos realiza como si nos des-realiza.

Mis queridos hermanos y amigos, en estos tiempos de <<olvido de Dios>> y de <<olvido del hombre>>, acrecentemos en nosotros el don de la fidelidad, de la constancia y de la responsabilidad ante la tarea de realizar la vocación de Dios en nuestra vida. Seamos asiduos lectores de la Palabra de Dios para, desde ella, iluminar nuestras opciones ay determinaciones. Que en todo momento busquemos la voluntad de Dios como camino de realización personal.