miércoles, 25 de septiembre de 2013

Eucaristía solemne en la festividad de San Miguel Arcángel


El próximo domingo 29 de septiembre tendrá lugar en la Iglesia de San Pablo la solemne Eucaristía que tradicionalmente viene celebrando el Real Centro Filarmónico de Córdoba Eduardo Lucena en la Festividad de San Miguel Arcángel con ocasión de la apertura del Curso 2013 / 2014.

Durante la misa, como en ocasiones anteriores, ofrecida por su Presidente Honorario Mons. Miguel Castillejo Gorraiz, intervendrá la Coral de dicha institución y a cuyo fin se suma la Nova Schola Gregoriana de Córdoba.

martes, 24 de septiembre de 2013

Eucaristía solemne en la festividad de Nuestra Señora de la Merced

Hoy día 24 de septiembre, festividad de Nuestra Señora de la Merced, tendrá lugar en la Iglesia de la Merced (Diputación de Córdoba) una eucaristía solemne en la que interviene la coral titular Coral Universitaria Miguel Castillejo, organizada por la Asociación de Vecinos Campo de la Merced (Torre Malmuerta), la comunidad de la Iglesia y diversas asociaciones e instituciones.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Concierto Inauguración de Curso: Quinteto Eimós

Viernes 27 de septiembre | 21,00 horas 
Jardín | Fundación Miguel Castillejo

El próximo viernes 27 de septiembre tendrá lugar en la sede de la Fundación Miguel Castillejo el Concierto con motivo de la apertura de curso 2013-2014 del Quinteto Eimós, con el programa que sigue:

I PARTE 
Concierto en Re Mayor para mandolina y orquesta. A. Vivaldi.
Quinteto IV en Re Mayor para cuerda y guitarra. L. Boccherini. 

II PARTE
Atardecer junto al mar. J. Villafuerte. (Obra premiada en el Concurso Internacional de Composición “José Fernández Rojas” 2010). 
Romanza. S. Bacarisse. 
Vals. D. Shostakovich. 
Yesterday. L. Brouwer. 
Oblivion. A. Piazzolla. 
Adiós Nonino. A. Piazzolla. 
Por una cabeza. C. Gardel.

Entrada libre hasta completar aforo.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Vigésimo quinto domingo del tiempo ordinario

Domingo 22 de septiembre

Am 8, 4-7 Contra los que compran por dinero al pobre.
1 Tim 2, 1-8 Dios quiere que todos los hombres se salven.
Lc 16, 1-13 No podéis servir a Dios y al dinero.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Las reflexiones espirituales de este vigésimo quinto domingo del tiempo ordinario están centradas en un tema de candente y rabiosa actualidad como es la distribución justa y el recto uso de los bienes de la tierra. Parece como si los textos que hemos proclamado estuvieran hechos para nosotros, aquí y ahora.

En efecto, el profeta Amós, también llamado el profeta de la justicia social, describe las tremendas injusticias que los poderosos de siempre cometen contra los débiles, también de siempre. El elenco de las mismas es surtido y variado. El robo del salario de los pobres por parte de los ricos, quienes tienen a muchos indigentes a su servicio sin pagarles nada o escatimándoles hasta la última peseta, es el mismo espectáculo que vemos hoy en día las innumerables empresas que se declaran en quiebra y decretan la suspensión de pagos, debiendo grandes sumas de dinero a los trabajadores que son, al fin y al cabo, los que casi siempre pagan los <<platos rotos>>. Otra injusticia muy común denunciada por Amós es la corrupción y el engaño, centrados en aumentar arbitrariamente los precios de los artículos de primera necesidad, trucar los pesos y las medidas para sacar más dinero por menos mercancía y hacer un mal uso del dinero.

San Basilio, al igual que otros Santos Padres dela Iglesia, es muy explícito cuando habla de la distribución de los bienes de la tierra. Los bienes son bienes que Dios nos ha dado a todos los hombres. No les ha dado a unos más y a otros menos. Lo que hay en la tierra es de todos y para todos. Más explícito es San Ambrosio cuando afirma: <<No es parte de tus bienes lo que tú das al pobre; lo que le  das le pertenece. Porque lo que ha sido dado para el uso de todos, tú te lo apropias. La tierra ha sido dada para todo el mundo, y no solamente para los ricos>>. Ésta es la justicia social en la que se debe apoyar la recta distribución y el recto uso de los bienes materiales.

Es la misma línea que han seguido todas las grandes encíclicas sociales de la Iglesia – Rerum novarum, Quadragesimo anno, Mater et magistra, Pacen in terris, Populorum progressio y Laboren exercens -. En concreto, en la encíclica Pacem in terris, el papa Juan XXIII, feliz memoria, dice expresamente: <<Todos los individuos y grupos intermedios tienen el deber de prestar su colaboración fundamental de que todos ellos han de acomodar sus intereses a las necesidades de los demás>>.

A la luz de este sentido de la justicia social es como quizá se entienda mejor la preciosa parábola del administrador infiel. Los administradores de las casas ricas de los judíos normalmente eran esclavos, dignos del amor y de la confianza de sus amos tanto por su destreza en los asuntos administrativos como por sus simpatías personales. La libertad de que disponían en el manejo de los bienes de sus amos era casi total, aproximadamente la misma de las personas libres. Por esta razón se daban situaciones tan pintorescas como la descrita en la parábola de hoy. El administrador, ante la carta de despido inminente que su amo le estaba preparando, ni corto ni perezoso se apresura a realizar una astuta estafa con los bienes de su amo para que cuando se encuentre en la calle tenga a quien recurrir. Y curiosamente, el propio dueño alaba tal acción. Pero, ¡ojo!, no nos equivoquemos; no se alaba la acción, intrínsecamente mala, sino la astucia que se emplea.

Cuando Jesucristo cuenta una parábola es para sacar siempre una moraleja, que es la que realmente hemos de imitar y aplicar a nuestra vida. La lección que hoy nos toca aprender no es otra que ésta: tenemos que ser buenos, sí, pero no tontos. Es decir hemos de ser astutos como serpientes y sencillos como palomas. Una cosa no está reñida con la otra. Hemos de trabajar por la justicia de todos los pueblos sin caer nunca en la trampa de conculcar la dignidad de los demás. De ahí, la conclusión final: <<Nadie puede servir a Dios y al dinero>>.

Con ello no se está dando a entender que Jesús condene el dinero sin más, a no ser que provenga de alguna injusticia o sea usado para promoverla. El dinero, creado por la mente humana, ha nacido en principio para cumplir una función buena como es facilitar el libre intercambio de los bienes materiales que Dios ha regalado a todos los hombres por igual. Es decir, cuando el dinero se valora sólo y únicamente como un medio para promocionar y desarrollar la dignidad de las personas y de los pueblos, entonces es bueno. Lo que Jesucristo vitupera es la filosofía de convertir el medio en fin. En otras palabras, de vivir únicamente para el dinero y por le dinero, de convertir al dinero en un dios al que adorar y alabar. Así, en la mesa de la creación que Dios Padre nos ha dado a todos para que todos la compartamos al unísono, unos se ponen enfermos de comer y otros, en cambio, se mueren de hambre.

La parábola es una clara invitación, una vez más, a la fraternidad, a compartir los bienes con quienes más lo necesitan, víctimas de las injusticias de todos. Una forma genuina de compartir los bienes en nuestra sociedad actual es la de invertir el dinero, no tanto como buena fuente de ingresos económicos cuanto como un magnífico medio de creación de riquezas que redunden en beneficio de todos. Así, por ejemplo, crear empresas rentables que generen puestos de trabajo, invertir en obras sociales o ayudar a la Iglesia en sus necesidades.

Mis queridos amigos, aprendamos bien la lección del administrador infiel. Granjeémonos amigos con los bienes de este mundo y hagamos obras magníficas que contrarresten realmente las lacras que socavan los cimientos de nuestra sociedad: la corrupción, el paro, las turbulencias sociales, las abultadas desigualdades, las injusticias de todo tipo, etc.  Que el dinero que cada cual tiene lo tenga siempre como medio para el bien de todos, nunca como un fin para el sólo provecho personal.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario

Éx 32, 7-11.13-14 El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado.
1 Tim 1, 12-17 Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.
Lc 15, 1-32 Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta.

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Dice Santo Tomás que Dios no se da por ofendido por el hombre salvo que el hombre busque su propio mal. Es decir, que a Dios sólo le ofende lo que hacemos contra nosotros mismos. Es la misma idea de un escriturista leonés de nuestro tiempo cuando afirma que el gran problema del pecador es que no se deja querer por Dios a pesar de que Dios lo asedia y lo seduce una y otra vez con su amor.

Quizá las dos anteriores reflexiones sean la clave para comprender bien el precioso texto del Evangelio de este domingo que es la Buena Nueva de la Buena Nueva, porque es el anuncio del perdón que Dios siempre nos concede, de la misericordia infinita de Dios con nosotros, concepto estereotipado, ni abstracto, ni especulativo, error de todas las teodiceas y de todas las teologías racionalistas.

Las tres parábolas que hoy nos propone el Evangelio de San Lucas, el pastor que busca la oveja extraviada, la mujer que busca la moneda perdida y el hijo pródigo, inciden y convergen en un único tema: la bondad y la misericordia de Dios con los hombres, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Es decir, nos manifiestan el modo de ser de Dios, activo, dinámico, que no está simplemente esperando nuestra conversión, sino que sale en nuestra búsqueda, a nuestro encuentro, porque quiere nuestro bien. En este sentido, Dios es quien siempre toma la iniciativa en el camino de la vida del hombre, sorprendiéndolo con su amor y su ternura, con su compasión y su misericordia, a pesar de los continuos desvaríos y desaires del hombre a Dios. Pondré un ejemplo muy actual que nos permitirá comprender mejor las mencionadas parábolas, así como la bondad del corazón de Dios, nuestro Padre, para con todos nosotros, aunque seamos pecadores.

Un fenómeno muy frecuente en nuestros días es el de los chicos de familias buenísimas, magníficas, que se apartan del buen camino y de adentran en el mundo problemático de las drogas, del pasotismo o del alcoholismo, degradaciones modernas que están destrozando no sólo a los jóvenes que en ellas se instalan, sino a todas sus respectivas familias. Pues bien, cuando una madre descubre que su hijo es drogadicto lo primero que hace no es recriminarle sino quererle aún más y preocuparse del problema porque entiende que más hace el amor que el resentimiento. Así es también Dios con nosotros, extraviados y perdidos en el fango de nuestros pecados personales y sociales. Por eso, lo podemos llamar y con toda razón es para nosotros Abbá (cf. Rom 8, 16), es decir, Padre. Padre Nuestro y Padre de todos los hombres. Es la gran lección del amor de Dios para con cada uno de nosotros, que no siempre la hemos aprendido bien porque nos la han enseñado con muchos defectos y deformaciones.

Jesucristo ha vencido al dolor, al pecado y a la muerte y reina para siempre en el corazón de Dios, fuente de alegría y de felicidad y no de tristezas. No proyectemos en Dios nuestras propias miserias y limitaciones humanas. En consecuencia, busquemos, indaguemos en nuestro corazón y abrámoslo de par en par al corazón de Dios, que nos acoge siempre y en todo momento y que se alegra por nosotros porque quiere lo mejor para nosotros, nuestra felicidad, participación de su alegría infinita. Por eso, las parábolas que estamos comentando no se preocupan tanto de poner el acento en lo bueno que es, objetivamente hablando, encontrar una oveja, una moneda o rescatar un hijo, sino por la felicidad que se siembra en el corazón de Dios por este hallazgo.

El texto de la Carta del apóstol San Pablo a Timoteo, que hemos proclamado como segunda lectura de este domingo, es una magnífica aplicación y explicación teológica de las parábolas del evangelio de San Lucas.

San Pablo resume su propia experiencia personal de ser una oveja extraviada, una moneda perdida o un hijo pródigo y, sin embargo, encontrarse con Dios, no tanto porque él lo buscara, que también, sino porque Dios lo buscó primero y se fio de él: “Yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un violento. Pero Dios tuvo compasión de mí […] Dios derrochó su gracia en mí, dándome al fe y el amor cristiano”.

Mis queridos hermanos, mis queridos amigos, mis queridos radioyentes: a la luz de estas parábolas os animo a considerar como reflexión espiritual esencial la bondad de Dios; lo bueno que es Dios con nosotros que Dios no se deja llevar por el rigor, por las normas, por el qué dirán, por las amenazas, por el miedo y el castigo. No, Dios lo único que quiere es que seamos felices y que busquemos nuestro bien, camino de realización personal y fuente de alegría. Por eso nos reclama permanentemente para que evitemos los caminos que nos conducen a nuestro propia ruina, como son los caminos de todos nuestros pecados, y optemos por la búsqueda y el encuentro con la verdad, con Él.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Vigésimo tercer domingo del tiempo ordinario

Sab 9, 13-18 ¿Quién se imagina lo que el Señor quiere?
Flp 9b-10.12-17 “Recíbelo no como esclavo, sino como un hermano querido”
Lc 14, 25-33 “El que no renuncia a todos sus bienes, y no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío”

Homilía para esta festividad de Mons. Miguel Castillejo, recogida en el libro Palabra de Dios para nuestro tiempo. Homilías desde la COPE. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.

Seguro que muchísimas veces os habréis preguntado cómo puede ser tan duro Jesús a la hora de imponer las condiciones para seguirle; unas condiciones que, a primera vista, nos resultan hasta escandalosas y contradictorias. Si Jesús predica y encarna el amor de Dios y da su vida por todos nosotros como expresión de su amor por los hombres, ¿cómo es posible que entre las condiciones del seguimiento nos proponga abandonar a nuestra familia para dedicar todo el tiempo a Él? ¿No es esto un gran egoísmo solapado y encubierto so capa de generosidad y de disponibilidad? ¿Por qué es Jesús tan exigente? Una vez más, mis queridos amigos, tenemos que acercarnos al Evangelio sin temores ni reservas para descubrir en él la verdad misma de Dios que, dicho sea de paso, no nos pide imposibles ni actúa en contra nuestra, sino que desea nuestro bien.

Si en todo el Evangelio hay una palabra temática que sirve como piloto conductor de la síntesis de lo que en él se dice, ésta no es otra que la palabra “radicalidad”. Radicalidad en nuestra vida, en nuestras actitudes y en nuestros hechos. O por decirlo en otros términos, sinceridad y coherencia entre lo que creemos y lo que vivimos y anunciamos. Lo que sí es del todo incompatible con las propuestas evangélicas es andar con “verdades a medias”, que son las peores mentiras; el “sí, pero” de nuestra clara falta de decisiones; la filosofía de las propias conveniencias, de lo que nos resulte más ventajoso y rentable. Esto es lo que está rechazando de plano Jesús. No es que Él sea demasiado duro en ponernos unas determinadas condiciones sino que más bien nosotros tendemos a eludir todo tipo de compromisos que impliquen un mínimo de generosidad y de disponibilidad. Lo que Jesús viene a decirnos es que en el amor no hay medias tintas. Es una experiencia totalizadora envolvente; o se entrega uno del todo o no se entrega.

Para entregarnos totalmente antes tenemos que abandonar el lastre que nos impide la entrega generosa; de lo contrario las cosas que nos rodean, nuestras apetencias naturales, nuestros egoísmos que nos atenazan y nuestros caprichos creados irán haciendo mella en nuestro corazón hasta que lo recubran de la espesa capa de la egolatría y del endiosamiento.

La radicalidad del Evangelio obliga a una total disponibilidad a todos los que quieren seguir al Maestro. Disponibilidad que conlleva despojarse de todas las cosas que nos atenazan e impiden el ejercicio más genuino de nuestra libertad. Jesús no nos pide a todos el abandono literal de nuestra familia pero sí que la relativicemos frente a los valores absolutos del Reino. No nos pide que nos olvidemos de nuestros deberes familiares pero sí que sepamos interpretarlos como deberes de segundo orden frente al deber de anunciar y vivir el mensaje del Evangelio. Una vez más tenemos que recordar la sentencia de Jesús: “Buscad el Reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 33). La entrega absoluta a la voluntad de Dios y la relatividad en los asuntos humanos tienen su máxima expresión en la cruz, símbolo de la identificación total con el Maestro y con su programa de salvación.

Tres son las exigencias fundamentales para seguir a Jesús y continuar con Él. La primera consiste en renunciar a la familia. Esta exigencia de Cristo ha tenido muchas interpretaciones en la historia del cristianismo. Una de las que más interpretaciones ha tenido muchas interpretaciones en la historia del cristianismo. Una de las que más repercusiones ha tenido en el seno de la Iglesia ha sido la interpretación literal del texto, producto a su vez de una teología desencarnada, cuya máxima expresión fue la “huida del mundo”. Esta posición fue fuertemente criticada en el sentido de que Jesús nunca abandonó literalmente a los suyos porque el amor comienza por los más próximos. En efecto, ¿cómo podemos pretender amar a los que ni siquiera conocemos cuando no amamos a quien  conocemos? San Juan, tanto en su Evangelio (cf. 15, 12-14) como en su primera Carta (cf. 4, 7-13), nos dice precisamente esto: que amemos a todos por igual, que nunca renunciemos a unos para amar a otros. Cuando tal cosa hacemos caemos en la trampa de un amor selectivo y tal tipo de amor en un amor desnaturalizado y sin identidad porque lo que define al amor es la universalidad, esto es, un amor sin fronteras, sin perjuicios ni discriminaciones, que Jesús vivió en plenitud.

Con la renuncia a la familia Jesús nos está pidiendo precisamente esto: que no ciñamos nuestro amor única y exclusivamente a nuestros conocidos sino que, comenzando por ellos, lo ampliemos a todos los hombres. Es decir, que el amor a dios y el amor al prójimo están por encima de cualquier interés y lazo familiar, aunque no lo excluye. Por eso Jesús es tajante cuando sus parientes pretenden ceñir su amor al círculo familiar: “Llegaron su madre y sus hermanos, y desde fuera lo mandaron llamar. Tenía gente sentada alrededor, y le dijeron: “Oye, tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera”. Él les contestó: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” Y paseando la mirada por los que estaban sentados en el corro dijo: “Aquí tenéis a mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios ése es hermano mío y hermana y madre” (Mc 3, 31-35).

La segunda exigencia consiste en negarse uno a sí mismo, esto es, en renunciar constantemente a hacer la propia voluntad personal para hacer en todo momento la voluntad de Dios; lo mismo que Jesús, que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida por todos. Ésta es, con diferencia, la exigencia que más cuesta porque implica una lucha permanente con nosotros mismos, nuestros peores enemigos. Una lucha contra nuestros caprichos que nos aprisionan, contra nuestras pasiones que nos ahogan, contra nuestros falsos deseos de realización personal, de libertad mal entendida o del sugerente y sugestivo querer “ser uno mismo”, pensando que Dios coarta nuestra genuina libertad. La realidad es bien distinta, “para ser libres nos liberó Cristo” (cf. Gál 5, 1). En suma, el seguimiento de Cristo se hace de un modo total o no es tal seguimiento. Y para que la totalidad sea tal es necesario ser plenamente libres, sin ataduras ni artimañas que mermen o pongan en entredicho nuestra entera disponibilidad a la misión.

La tercera exigencia lleva consigo la renuncia a los bienes, es decir, anteponer el ser al tener, de modo que no quedemos ahogados por los afanes y negocios de la vida, que es un serio obstáculo para que la Palabra de Dios arraigue en nuestro corazón y podamos dar frutos (cf. Mc 4, 18-19). “Renunciar” a los bienes es hacer de los bienes medios, al servicio de los demás y de la misión, nunca fines en sí mismos.

En síntesis, la radicalidad del seguimiento pasa por la apertura de nuestro yo íntimo a Dios y a los hombres porque ésa es su original vocación y su camino de realización personal: la comunión.