miércoles, 12 de marzo de 2014

Segundo domingo de Cuaresma

Gén 12,1-4: Sal de tu tierra hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo.
Tim 1,8-10: Él nos salvó y nos llamó a una vida santa.
Mt 17, 1-9: Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle.

Celebramos hoy el segundo domingo de Cuaresma, en el que se nos relata para nustra reflexión la Transfiguración del Señor en el monte Tabor. Es una escena muy cargada de simbolismo, por cuanto es una invitación a responder a la gracia de Dios que se derrama en nuestros corazones.

Bonhoeffer, gran teólogo comprometido, comentaba que los cristianos tenemos el peligro de huir de una gracia verdadera y cara y quedarnos con la posesión y la quietud de una gracia barata, ramplona. Y así es. Cuando recibimos los sacramentos, acrecentamos la gracia de Dios en nosotros es la gracia a la que debemos aspirar, en oposición directa contra esa gracia barata que consiste en tomar los sacramentos como ritos mágicos que nos transmiten la gracia automáticamente, sin nuestra colaboración.

Jesucristo murió, y con su muerte y resurrección nos alcanzó la salvación total y definitiva. Es la gracia, el don de la salvación. Esto no significa, ni mucho menos, que nos crucemos de brazos. La muerte y resurrección de Cristo es una invitación que Él nos lanza para que también nosotros nos unamos a su sacrificio, para que participemos también en el misterio de su muerte y resurrección mediante el testimonio de nuestra fe y el compromiso de nuestra vida. Podemos y debemos aportar a la Pasión de Cristo nuestras propias pasiones: la de nuestras singulares y peculiares cruces y pruebas, la de los grandes sinsabores de la vida, la del sacrificio y la entrega a favor de los demás.

Los padres de la Iglesia y los teólogos han hecho muchas hipótesis, todas ellas profundas y bellas, sobre el significado del relato del Evangelio de hoy. La mayoría de los comentaristas coinciden en que Mateo hace un paralelismo entre el antiguo y el Nuevo Testamento, entre Moisés y Jesús. Moisés, hombre salvador de su pueblo, se transfiguró en el monte Sinaí, su cara despedía rayos de sol y una nube lo envolvió y bajó con una revelación divina, trayendo en sus manos las Tablas de la Ley, o Diez mandamientos. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, que nos ha salvado por su muerte y resurrección, se transfiguró en el monte Tabot, estando Él en el centro y a sus lados Moisés y Elías, con quienes conversaba. Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la nieve. En medio de tan fantástico espectáculo, se abre el cielo y se oye la voz del Padre que dice: <<Éste es mi Hijo, el unigénito. Escuchadle>>. En Moisés la escucha era el cumplimiento y seguimiento de las Tablas de la Ley. Pero en Cristo no hay Tablas, porque el mismo Jesucristo es la encarnación viva de las Tablas. Él es <<el camino, la verdad y la vida>> (Jn 14,6). En el Antiguo Testamento bastaba con cumplir estrictamente y casi al milímetro los mandamientos de la ley; era la exigencia de la letra de la ley. Con Jesucristo la cosa cambia: más que la letra de la ley, hay que cumplir con el espíritu de la ley; por encima de la ley está el amor.

El seguimiento de Cristo conlleva un tipo de vida <<cara>>, por seguir con el simbolismo de Bonhoeffer. Es decir, conlleva agradar e imitar perfectamente el mismo estilo de vida del Maestro. Por tanto, a él, que me ha dicho que es mi camino, cómo le sigo, cómo le imito, cómo le amo, cómo me entrego a su causa, que es la causa del Evangelio, son las grandes cuestiones que como cristianos tenemos que plantearnos y que en nuestro interior tenemos y debemos descubrir.

Queridos hermanos, Dios nos pide hoy que también cada uno de nosotros nos transfiguremos, esto es, que iniciemos nuestro camino de conversión a Él, para transformar nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, nuestros egoísmos en generosidades, nuestros miedos en confianzas. Nosotros no podemos cruzarnos de brazos; Dios nos invita a actuar ya, ahora. Hemos de vivir nuestra propia transfiguración, y la hemos de vivir, en primer lugar, divinizándonos. En los sacramentos bebemos de la fuente de la que brota el agua que salta hasta la vida eterna. Nos empapamos de la gracia de Dios, que nos transforma en hijos de Dios.

En segundo lugar, la hemos de vivir cristianizándonos. Toda nuestra vida ha de ser un esfuerzo por identificarnos con Jesucristo y su causa, de modo que podamos llegar a exclamar con el apóstol San Pablo: <<Vivo yo, pero no soy quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí>>.

Así, la escena del Tabor es una llamada a realizar nuestras propias transfiguraciones; nuestra conversión del corazón, como camino ineludible que nos conduce de nuevo a la luz de dios, la única que nos ilumina y nos llena de sentido frente a las tinieblas del pecado que azotan sin cesar los pobres y débiles cimientos de nuestra existencia.

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