viernes, 16 de mayo de 2014

Quinto domingo de Pascua

Hch 6,1-7: Escogieron a siete hombres llenos del Espíritu Santo.
1 Pe 2,4-9: Vosotros sois una raza escogida, un sacerdocio real.
Jn 14,1-12: Yo soy el camino, la verdad y la vida.

Nuestra reflexión espiritual en este quinto domingo del tiempo pascual se centra en la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles, en la que se nos narra la institución del orden del diaconado en la Iglesia. Como bien nos comentan los Hechos, la Iglesia primigenia iba creciendo hacia dentro y hacia fuera: hacia dentro, porque su maduración en la vida de la fe fue progresiva, una conquista diaria; hacia fuera, porque la coherencia, el compromiso y el testimonio de su vida de fe era el mejor modo de predicar el Evangelio de Dios y de atraer a muchos hacia Cristo. Este crecimiento en número de los fieles de la Iglesia provocó que los apóstoles no diesen abasto para atender las necesidades de las personas más empobrecidas, ente las que destacaban las viudas, quienes quedaban abandonadas a la muerte de su marido sin medios para subsistir. Para paliar semejante situación y a fin de que los apóstoles se dedicasen a su principal misión que era la oración, la predicación y la administración de los sacramentos, instituyeron a siete diáconos, entre los que se encontraba Esteban, primer mártir del cristianismo.

La institución del diaconado que nos relatan los Hechos nos trae a la mente al Concilio Vaticano II y su puesta al día del sagrado orden del diaconado, apostando fuertemente por el diaconado permanente como ministerio servicial hacia los más necesitados. Recuerdo que es San Juan de Puerto Rico había unos doscientos diáconos casados que ayudaban en las distintas iglesias de dicha ciudad, plasmando así en la realidad el requerimiento conciliar.

Sin querer entrar ahora en la polémica de la mucha o poca funcionalidad del diaconado permanente, sí quisiera que nos adentrásemos en dos conceptos básicos que subyacen en la institución del sagrado orden del diaconado. Primero, que el seglar tiene que entrar de lleno en la vida de la Iglesia. El mensaje primigenio es que todos somos Iglesia, siendo Cristo –como nos comenta la primera Carta del apóstol San Pedro- la <<piedra angular>> en la que estamos apoyados, como <<piedras vivas>>, todos los que entramos en la construcción del templo del Espíritu. Es decir, ni siquiera la jerarquía eclesiástica prevalece sobre el propio pueblo de Dios, la Iglesia.
Segundo, que los seglares no son meros comparsas que ayudan a los sacerdotes únicamente en la liturgia, como si de monaguillos se tratase. Fundamentalmente, los laicos están para colaborar con los sacerdotes en la organización de las tareas pastorales de las parroquias, para ser catequistas que difunden con su ejemplo de vida la Buena Nueva de la Palabra de Dios, o para llevar a cabo la animación y la participación activa en los diversos movimientos apostólicos que se suscitan en el seno de la Iglesia.

En bastantes ocasiones me habéis oído decir que la Palabra de Dios es eterna y, por tanto, válida para todos los pueblos y épocas. Como bien decía Karl Barth, la Palabra de Dios hay que explicarla y aplicarla teniendo en una mano el Evangelio y en la otra el periódico. Es decir, la Palabra hay que adaptarla al momento y a las circunstancias que nos ha tocado vivir. Y el tiempo que nos ha tocado vivir en nada se parece a los tiempos en que la Iglesia y el Estado formaban una unidad compacta. Después del Concilio, con su famoso lema de <<vuelta a los orígenes>>, la Iglesia recuperó su independencia y libertad, garantía segura de un compromiso más coherente y de un testimonio más veraz. Los tiempos han cambiado. Hoy la Iglesia no tiene que pensar en cómo ser servicial al Estado sino en cómo servir más y mejor a todos los hombres. Jesucristo incita nuestro corazón, nos urge y nos impele a proclamar su Palabra y a dar testimonio de ella, de modo que salgamos en busca de las ovejas descarriadas. Es una invitación que lanza a toda la Iglesia, obispos, sacerdotes, seglares.

Los seglares, por su estado y condición, han de desarrollar su tarea evangelizadora en medio de las estructuras terrenales, bien sea en el campo de la cultura, de la economía, de la empresa o de la universidad. Es la hora de los laicos, insertos en el corazón del mundo, quienes están llamados a construir el Reino de dios, a hacer fermentar la masa, dominada en estos tiempos últimos por la increencia. Es una grave irresponsabilidad delegar toda esa labor en otras manos alegando que no es competencia propia del cristiano. Si los cristianos laicos no se preocupan de ser trigo en el campo del mundo, pronto nace la inoportuna y maligna cizaña que lo envenena todo.

Como cristianos no podemos dejarnos sorprender por los enemigos de Dios, sino presentarles batalla. Y el mejor modo para llevar a cabo tamaña empresa es el de comprometerse desde dentro como el proyecto de la redención y salvación del mundo. Es verdad que el mundo no se salva sólo por mí, pero no es menos cierto que tampoco se salva sin mí, porque cada uno formamos parte del Pueblo de Dios; todos somos nación consagrada, sacerdocio real, raza elegida, para hacer presente en el mundo el Reino de Dios. 

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