viernes, 23 de mayo de 2014

Sexto domingo de Pascua

Hch 8, 5-8.14-14: Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.
1 Pe 3,15-18: Cristo murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu.
Jn 14,15-21: Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor.

Como perspectiva para entender y sacar provecho espiritual en nuestras reflexiones cristianas de hoy, comienzo citando un pensamiento de Julián Marías, uno de los mejores filósofos de nuestra época. Concretamente manifiesta que en estos tiempos que nos ha tocado vivir sentimos una sensación de pesimismo y derrotismo al pensar que las cosas están peores que nunca. Y sin embargo –afirma rotundamente-, esto no es del todo verdad. Lo que sucede es que los dirigentes políticos, las autoridades, los llamados poderes fácticos, se encargan de hacernos ver el reverso de la humanidad, de ponernos las cosas más negras de lo que están en lugar de mostrarnos todo lo que de bueno hay, y que es mucho. De este modo, nos describen un mundo diabólico, semejante a un enorme basurero que nos invita a taparnos las narices y a marcharnos.

Las lecturas de hoy representan el contrapunto. Son una invitación al gozo, a la alegría, al optimismo. El cristiano no puede arredrarse por el drama que vive el mundo. El cristiano tiene la firme promesa de Jesucristo resucitado de que no estará sólo frente al mundo. Tendrá al Consolador, al Espíritu de la verdad, al Paráclito, que lo fortalecerá y le dará la valentía que necesita para proclamar y extender el Reino de Dios. ¿Cabe mayor alegría que la de saber que el Resucitado que ha vencido al mundo está con nosotros? Ésta fue la experiencia de las primeras comunidades cristianas que vivían ancladas en la paz y en la confianza que les proporcionaba su fe en el Resucitado, una paz y una confianza que contagiaban y transmitían a los demás; por eso el número de los creyentes se acrecentaba de día en día. Muy finamente apuntó Chesterton que la principal virtud de los cristianos ha de ser la alegría, motor de toda esperanza.

Los cristianos estamos convocados por Jesucristo para vivir e irradiar la alegría en nuestro mundo. No debemos caer en la tentación del desánimo, de salir huyendo porque el <<mundo huele mal>>. No podemos evadirnos de nuestra responsabilidad de convertir lo malo en bueno, lo triste en alegre, la guerra en paz, el odio en amor. El angelismo es una traición a uno mismo y al Evangelio. A uno mismo, porque es negar de raíz la vocación a la que Dios nos ha convocado: ser feliz y hacer feliz. Al Evangelio, porque Dios nos quiere en el mundo, no fuera de él. Estamos convocados por Dios para ser fermento en la masa; para predicar el Reino a todos los pueblos de la tierra. Los misioneros y misioneras que con su vida y obras testifican la verdad de Cristo en todo el mundo; as personas comprometidas en nuestra tierra con las más intrincadas cuestiones sociales, constituyen la mejor prueba de lo que afirmamos, a la vez que descalifican y dejan en ridículo ese basurero vil que nos quieren pintar.

Los cristianos estamos alegres porque, como bien expresa el apóstol Pedro, somos capaces de <<dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pidiere>>, es decir, porque vivimos la vida con sentido, con optimismo, con gozo, con la esperanza puesta en Aquel que es tazón última y sentido pleno de nuestro vivir y de nuestro obrar. ¿Cuál es la mayor tragedia de las numerosas personas que hoy viven traumatizadas y amargadas? Sencillamente que no han descubierto ni el sentido de la vida, ni el sentido de su vida, porque como locos prometeos o soñadores ícaros lo quieren buscar al margen de Dios y, claro está, se equivocan y confunden. El sentido de la vida pasa por la fe gozosa en Jesucristo muerto y resucitado, quien nos ha enviado el Espíritu de la verdad para que vivamos en la verdad.

Esta alegría interior, profunda, existencial y casi ontológica, no excluye los avatares, los tormentos, los días negros y grises, las cruces, en una palabra, que el transcurso de la vida nos va deparando. No podemos eludir el cáliz, ni Dios lo hace por nosotros, como tampoco lo hizo por su Hijo. Lo importante es saber afrontar el sufrimiento con una gran entereza interior, aceptando con gozo la voluntad de Dios. Por eso, la alegría no depende de las circunstancias externas, sino de las motivaciones internas. No son las cosas las que hacen que estemos más o menos alegres, es el ser que determina mi grado alto o bajo de felicidad; es mi fe, esto es, mi confianza en Dios, quien me motiva, me anima y me hace vivir y ver la vida con alegría, a pesar de las contrariedades.

Cristo ha resucitado, ha ido al Padre y nos ha enviado al Paráclito, el Espíritu de la verdad, para que estando con nosotros nos dinamice, anime e impulse a transformar el mundo. La esperanza, de la que tenemos que dar razón, según el apóstol San Pedro convence sólo cuando es convincente el amor que manifestamos. Porque aquí dar razón es ante todo dar cuenta presentando hechos, según el viejo adagio: <<Obras son amores y no buenas razones>>. Si el lenguaje de la fe resulta incomprensible para muchos, el creyente ha de adoptar el lenguaje persuasivo de la esperanza y del amor. La esperanza y el amor no se imponen, se proponen al socaire de la vida vivida con coherencia, honestidad, sinceridad, transparencia, generosidad, alegría, dinamismo, paz.

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