viernes, 2 de mayo de 2014

Tercer Domingo de Pascua

Hch 2,14.22-28: Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte.
1 Pe 1,17-21: Habéis sido redimidos con la sangre de Cristo.
Lc 24,13-35: Le reconocieron al partir el pan.


El Evangelio que la Iglesia nos presenta en este tercer domingo de Pascua para nuestra reflexión espiritual es el referido al relato de la aparición de Jesús a los dos discípulos que iban camino de Emaús. Si leemos atentamente el pasaje en cuestión observamos que, salvo el detalle de llamar a uno de los dos discípulos por su nombre, concretamente a un tal Cleofás, el núcleo del mensaje se centra en la experiencia de fe que vivieron los dos discípulos que iban camino de la ciudad de Emaús. Una experiencia que se convierte en toda una catequesis en la que el mismo Jesús resucitado les explica a estos dos discípulos desconcertados todo lo relativo al misterio de su Pasión, Muerte y Resurrección. Por eso, es una catequesis viva, directa al corazón, que provoca la experiencia interna de encuentro personal con la Palabra de Dios. Muy acertadamente dijo el padre Kolbe, prisionero en Auschwitz, que <<tanto de Dios como de lo religioso, más que tenerlos como principios teológicos, lo mejor es tenerlos como una experiencia de la propia vida>>.
El domingo pasado comenté la bienaventuranza de Jesús: <<Dichosos los que creen sin haber visto>>, es decir, dichosos los que creen que su fe tiene que ser una fe mística, una fe personalizada y experimentada; de lo contrario el mensaje de la fe <<nos entrará por un oído y nos saldrá por otro>>, sin que vibre y <<arda nuestro corazón>>, sin que se nos <<abran>> los ojos. La experiencia de los dos discípulos de Emaús es también la nuestra. Como los discípulos de Emaús, también decimos: <<Nosotros esperábamos…, nosotros hemos oído…; nosotros no hemos visto>>, instalándose en nuestro corazón la desesperanza y la desilusión que dan paso a una especie de agnosticismo solapado: <<No hemos visto, por lo tanto, no creemos>>. Es la experiencia de la duda, del absurdo y del sinsentido a que nos somete a veces la fe. Probados y zarandeados por la vida, exclamamos en nuestro interior: <<Yo esperaba…>>, <<yo creía…>>, pero la realidad es distinta. Se produce lo que se llama en términos psicológicos una crisis de utopías, porque descubrimos que nuestros ideales no concuerdan con la realidad en la que nos movemos. Y como resulta que la fe tiene mucho de utopía, acabamos decepcionados, existencialmente hablando.

Posiblemente el problema no esté tanto en la fe en sí misma considerada cuanto en la domesticación que de la fe hacemos. En el fondo la crisis acontece porque creemos en un Dios hecho a nustra imagen y semejanza que en poco o en nada se parece al Dios verdadero. Con acierto dijo el filósofo Gabriel Marcel: <<Cuando hablamos de Dios, no es de Dios de quien hablamos>>. Como a los discípulos de Emaús nos hace falta: primero, profundizar en la Palabra de Dios y segundo, dejarnos empapar por ella, de modo que <<arda>> nuesro corazón. Una Palabra que hemos de vivir en la celebración intensa de los sacramentos, alimento que fortalece nuestra vida espiritual y engrandece y madura nuestra fe. Si la Palabra de Dios no la aceptamos en nuestro corazón, difícilmente podrá fructificar (cf. Mc 4,20).

Sin embargo, la vida de la fe exige un tercer paso, como a los discípulos de Emaús: el testimonio de la fe, porque una experiencia no compartida es una experiencia hueca y estéril. Esto ellos lo entendieron bien, por eso <<se volvieron a Jerusalén>> y <<contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan>>. Y es que la fe, vivida a tope, nos empuja a proclamar a los cuatro vientos la verdad de la Resurrección del Señor. El testimonio es así el distintivo más palmario de que la fe es auténtica, madura, fundamentada. Por eso, quien no tiene necesidad de contagiar, comunicar y compartir su fe es que, o bien carece de ella, o bien su fe está bajo mínimos, raquítica, lánguida, mortecina. Hay que <<oír>> para <<experimentar>>, y <<experimentar>> para <<testimoniar>>, según la famosa sentencia de Jesús: <<No el que me diga: ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre que está en los cielos>> (Mt 7,22).

Mis queridos amigos, el mismo Gabriel Marcel, al que ya hemos aludido, escribió un libro titulado Homo viator –El hombre caminante- referido a los creyentes, a ti, a mí, a todo el que nos escucha, porque en esta vida tenemos que ser caminantes que descubrimos a Jesús en las Escrituras, en los sacramentos, especialmente en el sacramento de la Eucaristía, en la soledad de nuestro sagrario íntimo y personal. Que al descubrirlo digamos convencidos, con fe firme: ¡Quédate con nosotros, Señor! Alumbra, Señor, nuestras penumbras; afianza nuestra fe y nuestra entrega; fortalécenos en el testimonio de tu palabra.

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