viernes, 6 de junio de 2014

Domingo de Pentecostés



Hch 2,1-11: Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar.
1 Cor 12,3-7.13-13: Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo.
Jn 20,19-23: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo.


La fiesta de Pentecostés que hoy celebramos, era una fiesta de origen hebreo que se celebraba siete semanas después del corte de las primeras espigas, en la que se ofrecían dos panes de harina nueva, cocida con levadura, en señal de renovación. Pentecostés se une así a la historia de la salvación del pueblo de Israel y a las prerrogativas de la Alianza.
La fiesta cristiana de Pentecostés tuvo desde el principio un significado distinto. Era la efusión del Espíritu y la vocación de la Iglesia al universalismo. Pentecostés es la fiesta del Espíritu, es decir, el don de Dios a la Iglesia. El Espíritu otorga dones a todos los creyentes, carismas que los cristianos ponen al servicio de toda la comunidad. Pentecostés es la luz luminosa del Espíritu que nos explica todas aquellas realidades que nos dejó el Resucitado. El espíritu consolador que el Señor nos envía llena nuestros vacíos, conforma nuestras mentes, sacia nuestra hambre y nuestra sed, nos alimenta con su impronta de paz y de consuelo, nos anima con la bondad, nos fortalece con su fuerza y nos prepara para recorrer los caminos de la Iglesia. Los cristianos celebramos el espíritu que nos confirma y nos enseña con claridad las enseñanzas de Cristo, su camino de liberación, la realidad proclamada de su reinado y la andadura gloriosa de la Pascua eterna. El cristiano es, pues, la acción santificadora del Espíritu. La salvación de Cristo ha sido posible gracias a la acción santificadora del Espíritu Consolador.
La fiesta de Pentecostés es así un reto en la vida eclesial. Del mismo modo que el Espíritu divino invadió a los jueces, posó su aliento sobre los reyes, insufló la Palabra divina a los profetas, animó a todos a recrear un mundo nuevo, a restañar viejas heridas, a volver del desierto a la tierra prometida, a ser viento, luz, brisa y fuego, así también invade y penetra en el corazón de la Iglesia, santificándola, renovándola, enviándola a predicar el Reino de dios a todo el mundo.
Pentecostés es por excelencia una fiesta misionera. La recepción del Espíritu por los apóstoles tiene como objetivo principal realizar la misión que Jesús les encargó: <<Id y haced discípulos de todos los pueblos>> (Mt 28, 19), según vimos en la fiesta de la Ascensión del Señor. El Paráclito es el gran propulsor de la obra evangelizadora de la Iglesia naciente, es la fuerza vigorosa que mantiene a la Iglesia incólume frente a los avatares del mundo.
Los discípulos de Cristo son santificados en la verdad y son guardados en el nombre del Padre (cf. Jn 17,11). Ahora el Espíritu es el principio de la vida nueva y de la santificación. Ésta es la condición eficaz para los discípulos en orden a la misión. La fe pascual no consiste en identificar a la fuerza el testimonio pentecostal que los discípulos habrán de ejercitar su misión, sino creer en Cristo para poder ser sus testigos. El Espíritu es el que los santifica en la verdad para poder llevar su mensaje al mundo (cf. Jn 17,17-19).
La recepción del Espíritu Santo implica vivir instalados en la paz, en la armonía, en la serenidad interior, que no es otra cosa que vivir desde la dimensión del perdón de Dios, sin el que nada le es posible al hombre. Por eso, muy sabiamente se canta en la secuencia al Espíritu Santo: <<Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento>>. El Espíritu Santo es quien nos ayuda y custodia en el difícil y largo camino de la santidad. Es verdad que siempre hemos de aplicar el adagio:<<A Dios rogando y con el mazo dando>>; es verdad que no podemos eludir nuestra responsabilidad y esfuerzo personal a la hora de forjar nuestra santidad personal; sin embargo, no es menos verdad que todo nuestro esfuerzo humano no es capaz de hacernos avanzar ni un milímetro sin la gracia de Dios. La santidad no es cuestión de empeño personal únicamente; es ante todo cuestión de gracia y don del Espíritu santificador. Sin el Espíritu vivificador no somos más que unos tristes <<cadáveres espirituales>>, en expresión del sacerdote y periodista J.L. Martín Descalzo.
Mis queridos hermanos y amigos, abramos el corazón de par en par a la gracia de Dios. Dejémonos querer por el amor de Dios; dejemos que la fuerza de su Espíritu fortalezca nuestras debilidades, aumente nuestras ilusiones, llene de sentido nuestros vacíos interiores. Invoquemos y pidamos al Espíritu que derrame en nosotros sus dones, para que vivamos desde la dimensión de la ciudad, para amar intensamente; del gozo, para alegrarnos con los demás ; de la paz, para crear estructuras de diálogo y entendimiento entre todos los hombres; de la paciencia, para aceptarme a mí mismo como soy y aceptar a los demás como son; de la bondad, para hacer visible al mundo la misericordia de Dios; de la generosidad, para comprender todas las situaciones humanas.

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