jueves, 12 de junio de 2014

Fiesta de la Trinidad



Éx 34,4-6.8-9: Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso.
2 Cor 13,11-13: El Dios del amor y de la paz estará con vosotros.
Jn 3,16-18: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único.


En esta fiesta de la Santísima Trinidad nuestra reflexión ha de girar lógicamente en torno al tema de Dios, vértice y eje de todo el pensamiento teológico, filosófico y antropológico. Un tema que ha ocupado y preocupado al hombre de siempre, porque Dios es el epicentro y el punto de referencia de todo lo que nos configura como personas.
Dice u nviejo adagio, y dice bien, que <<del enemigo el consejo>>. Voltaire, enemigo declarado de la religión y de la Iglesia, expresaba lo siguiente a propósito de Dios: <<Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y el hombre se ha vengado pagándole con la misma moneda, es decir, haciéndose también el hombre un dios a su imagen y semejanza>>. En la misma línea se manifiesta nuestro literato Ramón María del Valle Inclán, para quien <<este miserable pueblo nuestro transforma todos los grandes conceptos en cuentos de beatas costureras. Nuestra religión es una chochez de viejas beatas>>. Posiblemente lo que quieren decir uno y otro es que el misterio de Dios, misterio de la Trinidad, no es una cuestión baladí de la que se pueda hablar alegremente. El dogma trinitario es insondable. Es mucho más lo que no sabemos de Dios que lo que sabemos, comenda con agudeza intelectual Santo Tomás de Aquino.
En los primeros siglos de su andadura por la historia, la Iglesia tuvo que ir ajustando y definiendo sus dogmas. Para ello, tuvo que echar mano de los conceptos filosóficos de la cultura griega, pasándolos, lógicamente, por el tamiz de la fe. Conceptos como naturaleza, persona o sustancia, configuraron el dogma trinitario como herramientas de trabajo para explicar lo inexplicable, y como términos clarificadores y dadores de sentido frente al universo herético en ciernes. Todavía recordamos cuando nos hacían aprender de memoria aquello de que en Dios hay tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y un solo Dios verdadero.
En un segundo momento de la evolución del pensamiento cristiano, Santo Tomás de Aquino, gran comentador de Aristóteles, nos presenta a Dios como el primer motor, la causa primera que crea y mueve todo cuando existe en el mundo. Por eso, el mismo Santo Tomás comentaba con acierto que nada de cuanto hay de negativo en la existencia humana se le puede achacar a Dios; sin embargo, todo cuanto hay de positivo es digno de Dios. Con todo, la creación es sólo y nada más que un pálido reflejo del Creador. Dios la supera en grado sumo e infinito. Por eso, Dios es esa gran incógnita, esa otra orilla hacia la que vamos.
En una tercera etapa, la perspectiva filosófica de Dios ha dado paso a la perspectiva existencial y de sentido de la vida. Dios no es un concepto frío, tratable y manipulable. Dios es ante todo Padre, amor, misericordia. La Trinidad es, análogamente hablando, el hogar del infinito amor de Dios. En ese amor y en las relaciones de amor de las divinas personas se fundamenta el dogma trinitario. En la Biblia entera  vemos claramente cómo Dios es amor. En la primera lectura hemos leído: <<Dios es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en perdón>>; por eso, no nos extraña que nos diga San Pablo que Dios es nuestro Padre y nosotros sus hijos.
En la fiesta de la Santísima Trinidad nuestra reflexión central tiene que ser ésta: Dios me ama; Dios es mi amigo. Dios no es, en consecuencia, el Dios del palo, el Dios justiciero, el Dios del miedo que en otros tiempos quisieron dibujarnos. Dios es amor y por amor nos ha enviado a su Hijo para salvarnos y para encontrar en Él el camino de vuelta al Padre: <<Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí>> (Jn 14,6). Esto es posible porque cuando Cristo resucitó fue sentado a la derecha del Padre, no nos dejó huérfanos sino que nos envió al Paráclito, espíritu consolador, espíritu que nos fortalece, que nos anima e impulsa a vivir con hondura, con entrega y con generosidad nuestra vida de fe, de esperanza y de amor, ejes axiológicos de nuestro ser y quehacer cristianos.
Igualmente, la fiesta de la santísima Trinidad es también una invitación seria a la comunión de todo el Pueblo de Dios, de toda la Iglesia. La más sublime comunión es la de la Santísima Trinidad, porque es la unidad absoluta (un solo Dios) en la pluralidad (tres personas); o a la inversa: la pluralidad en la unidad. Esta comunión es a la que está llamada también la Iglesia, comunidad de amor, de fe, de esperanza, que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es también la esperanza que os abrió su llamamiento; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos>> (Ef 4,3-5). Por eso, la Iglesia, que se define como <<comunidad de creyentes>>, cuando no vive la dimensión de la comunión divina, no es misionera de Dios ni de la salvación de Dios. La comunidad no es una yuxtaposición de personas, sino una unidad de corazón: <<En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo>> (Hch 4,32). El fin de la comunidad no es el orden, sino la comunión de las personas en el amor. La comunidad, pues, ha de reflejar el amor trinitario: el amor del Padre revelado por el Hijo e infuso en nosotros por el Espíritu Santo.
Mis queridos hermanos y amigos, el misterio de la Santísima Trinidad es para toda la Iglesia y para nosotros, cristianos de a pie, un gran reto: ser modelos del amor trinitario, fundamento de la unidad. Sólo así podemos ser mensajeros del Dios vivo: <<Que sean todos uno, como tú Padre estás conmigo y yo contigo; que también ellos estén con nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste>> (Jn 17,21).

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