jueves, 24 de julio de 2014

Décimoséptimo domingo del tiempo ordinario

1 Re 3,5.7-12: Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo.
Rom 8,28-30: A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó.
Mt 13,44-52: Parábola del tesoro escondido. Parábola de la perla.

Uno de los objetivos fundamentales de los hombres de todos los tiempos es alcanzar la felicidad. No reparan en medios para conseguirla, a la vez que luchan denodadamente contra todo aquello que obstaculiza la consecución de dicho fin.

Las parábolas del Evangelio de hoy, concretamente la del tesoro y la perla, tienen como trasfondo la búsqueda incesante de esta felicidad, a la que está llamado todo hombre por vocación y destino. Pero no se trata de cualquier felicidad, sino de la felicidad por antonomasia. Es la felicidad interior, del corazón, la única que nos hace vivir en plenitud.

Hoy son muchas las propuestas de felicidad que nos vienen por todas partes. Una de ellas, quizá la más poderosa, es la propuesta del consumo, que nos invita a tener, a acumular, a poseer, como cenit último para ser dichosos. Las cosas –se nos dice con engaño maquiavélico- son la solución para todo. Y no es verdad, porque las cosas, como bien comentó Guy de Larigaudie, nunca pueden llenar el corazón del hombre. Las cosas nos ayudan a ser felices, pero no son la felicidad. En la cuestión de la felicidad no se trata de tener, sino de ser; no se trata de acumular, sino de dar; no se trata de poseer, sino de desprenderse de sí.

El cristiano es el hombre que sabe descubrir la felicidad en las capas más profundas de su personalidad. Leyendo el Evangelio, un día u otro todos hemos experimentado la extraordinaria sensación de que, en el fondo del alma, se abre una puerta ignorada. Unas palabras de Cristo dirigidas al centro de nuestro corazón: <<Bienaventurados los pobres de espíritu […] Bienaventurados los que trabajan por la paz […] Bienaventurados los misericordiosos>> (Mt 5,1-12), descubren que el alma a veces sospechamos, donde la felicidad es más estable que en la superficie de la vida cotidiana, instalada en la llamada <<felicidad de escaparate>>, tan pasajera como inútil.

En ese fondo ontológico, hontanar del existir humano, se llega a descubrir que es más hermoso el dolor asumido desde la fe que la fugaz y vana felicidad de las cosas, la renuncia libre que la posesión egoísta. Todo depende de dónde pongamos nuestro corazón, en Dios o en las cosas.

Quien se encuentra con Dios ha descubierto el mayor y único tesoro que da plenitud de sentido a la vida. Es entonces, cuando hallado el tesoro de la verdad, se centra en la órbita de la audacia cristiana y <<vende>> todo para encontrase de cara con la felicidad, inalcanzable por otros caminos.

Pero no todo consiste en encontrarse con la felicidad. Tenemos que ahondar en ella, desarrollarla, madurarla. Quien está dispuesto a ser <<mercader de perlas finas>> tiene <<venderlo todo>>. Es el momento de la lucha, de la confrontación consigo mismo. Esta lucha se hace más completa cuando a nuestro alrededor oímos voces que nos insinúan que hay que ser pragmáticos, que la vida es así, que la perfección cristiana es un sueño de pocos escogidos, que si <<vendemos>> lo que tenemos bien seguro –nuestro placer, nuestro dinero, nuestra seguridad de vida- podemos ser víctimas de una ilusión desgarradora y frustrante.

Vivir de la fe de Cristo es un tesoro comprado con esfuerzo, que capacita para una inteligencia completa del sentido de la vida toda. Sin la fe, el dolor y la cruz no pasan de ser auténticos fastidios, horrores lacerantes, sinsentidos. Por eso, muchos se sorprenden al encontrar gente feliz en los hospitales, en los tugurios, en los campos de refugiados, en las misiones del tercer mundo. No se explican el matrimonio entre el dolor y la alegría, porque nunca se han encontrado con el auténtico tesoro de la felicidad. Albert Camus, literato y filósofo francés, decía que <<los hombres mueren y no son felices>>. Cristo desde su cruz sabía que unos se habrían de extrañar y otros habrían de comprender lo incomprensible: que cuando el dolor humano se aproxima al suyo, las miserias del hombre, y en particular de los inocentes, comienzan a irradiar luces de resurrección.

En esta perspectiva, la fe es un tesoro humano y sobrenatural, plenitud del sentido de la vida y de la muerte, fuente de felicidad. Con acierto cantó Santa Teresa de Jesús: <<Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta>>. Lo triste es que Dios –el tesoro- sale una y otra vez a nuestro encuentro, está siempre al alcance de nuestra mano, y son pocos los que saben descubrirlo o, por lo menos, jugárselo todo para <<comprarlo>>.

Mis queridos hermanos y amigos, esforcémonos cada día por encontrarnos con Dios, el tesoro de nuestra felicidad. Seamos felices para hacer felices a los demás.

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