miércoles, 13 de agosto de 2014

Vigésimo domingo del tiempo ordinario

Is 56,1.6-7: A los extranjeros los traeré a mi monte santo.
Rom 11,13-15.29-32: Los dones y la llamada de Dios son irrevocables.
Mt 15, 21-28: Mujer, ¡qué grande es tu fe!
  
Las lecturas que hoy nos propone para nuestra reflexión nuestra Santa Madre la Iglesia se centran en la universalidad de la salvación de Dios. Esto es, que la salvación de Dios es para todos los hombres, sin hacer distinción de razas, de culturas o de religiones. Dios no es racista, sino Padre de todos los hombres, y, en consecuencia, no es excluyente ni exclusivo. No es excluyente, porque todos contamos para él en cuanto hijos adoptivos; a todos nos ama con el mismo amor de Padre. No es exclusivo, porque no es el Dios de un determinado pueblo. Todos los hombres formamos parte y constituimos el Pueblo de Dios. Somos los hombres quienes etiquetamos a Dios, quienes lo convertimos en propiedad particular nuestra –Dios es mi Dios, no el Dios de los hombres-. Somos los hombres quienes hemos convertido el amor de Dios, sin límites ni fronteras, en un amor egoísta, caduco, limitado, encerrado en las cuatro paredes de mi cultura, de mi raza, de mi lengua, de mi religión.

El Evangelio que hoy hemos proclamado recoge bien a las claras el sentir del pueblo judío, en cuanto pueblo escogido y elegido por Dios, frente a los demás pueblos, los paganos, condenados a la perdición. En una escena tan sencilla como tierna, San Mateo define a los personajes y sus posturas. La mujer cananea encarna el paganismo y a los paganos, que a los ojos de los judíos no tenían derecho a gozar de la salvación de Dios; estaban excluidos de Dios, de su gracia, de sus dones, de su misericordia .A pesar de ello, la mujer se acerca a Jesús, porque ha intuido que la misericordia y el amor de Dios está más allá de los discursos humanos, que sólo Dios salva.

Es este convencimiento interno, y no las prédicas humanas, productos más del fanatismo que de la limpieza de corazón, el que la lanza a pedir abiertamente el don de Dios, demostrando así una fe sin límites, un convencimiento y una confianza total en el poder de Dios. De este modo, rompe los estereotipos sociales y los clichés religiosos del pueblo judío que confinaban a Dios al más sórdido de los particularismos.
La petición de la mujer es llana y directa: <<Señor, socórreme>>. No se anda con rodeos, ni tapujos. Ella sabe que el poder de Dios lo puede todo, porque es un <<saber>> que brota del convencimiento interior, desnudo, transparente, confiado.

La primera respuesta de Jesús a esta petición de la mujer cananea nos puede resultar cuando menos paradójica: <<No está bien echar a los perros el pan de los hijos>>. Es decir, ¿cómo tú siendo pagana, me pides a mí, que soy judío, que realice un milagro con tu hija? Que trasladado a nuestra época sería como si un palestino le pidiese a un israelí que lo ayudara. Sin embargo, esta respuesta ambigua de Jesús no hay que interpretarla en la dirección del exclusivismo y del particularismo judío. Jesús era judío de raza, pero su corazón no participaba en absoluto de la mentalidad estrecha y llena de perjuicios, propia de su pueblo.
La respuesta de Jesús hay que entenderla en la línea de ahondar y profundizar en la fe de la mujer. Jesús quiere saber hasta dónde llegaba el grado de confianza de la mujer en el poder de Dios. Por tanto, Jesús más que xenófobo es maestro y pedagogo de la fe. Cristo nos enseña a no fiarnos de las etiquetas: no está más cerca de Dios el que es cristiano y católico simplemente por tradición, porque desde su nacimiento se ha criado en ese ambiente. Está más cerca quien vive y encarna el Evangelio. Como también hay muchas personas que no son oficialmente ni cristianos ni católicos y, sin embargo, viven, luchan y mueren por defender la paz y la justicia; por llevar a cabo el proyecto del amor de Dios en sus vidas. Éste fue el ejemplo que, entre otros, nos dejó Gandhi.

Cristo nos enseña a mirar en el corazón de las personas. Por eso, porque lo que importa es la actitud interna, y no los convencionalismos externos, Jesús prefiere al hijo pródigo antes que al hermano mayor (cf. Lc 15,11-32); al publicano, antes que al fariseo (cf. Lc 18,9-14); al samaritano, antes que al sacerdote y al levita (Lc 10,25-37); a la adúltera, antes que a aquéllos que quieren lapidarla (cf. Jn 8,2-11).

Toda oración que nace del corazón es perseverante. Éste es otro de los rasgos por el que se identifica la firmeza y madurez de la fe. A pesar del desaire aparente de Jesús, la mujer no se desanima. Todo lo contrario, suplica a Jesús, si cabe, con más fuerza. Quien está convencido de que Dios lo ama no le importan los contratiempos. Es más, sabe que los contratiempos son necesarios para madurar y curtir la vida de fe. Ser cristiano embarga la vida entera, en la que hay que afrontar baches, dudas, crisis, pruebas.

La fe exige constancia, de lo contrario acabamos por cansarnos y perecemos víctimas de nosotros mismos, como el trigo entre las zarzas.

Mis queridos hermanos y amigos, amemos de verdad a Dios, con toda nuestra alma, con todo nuestro ser, con todo nuestro corazón. Aprendamos a confiar en él, rompamos con nuestros prejuicios sobre las personas. Dios, ante todo y sobre todo nos ama.

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