miércoles, 20 de agosto de 2014

Vigésimo primer domingo del tiempo ordinario

Is 22,19-23: Colgaré de su hombro la llave del palacio de David.
Rom 11,33-36: Dios es origen, guía y meta del universo.
Mt 16, 13-20: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.

Seguramente que en muchas ocasiones nos hemos preguntado por la figura de Jesús. Cuestiones como, ¿quién es Jesús? ¿Qué significa Jesús en mi vida? ¿Por qué la figura de Jesús interroga a los hombres de todos los tiempos? Unos se acercan a indagar únicamente al Jesús de la historia, porque sólo les importa el personaje que planteó una nueva alternativa de vida en una sociedad dominada por sus fanatismos religiosos, sus miedos ancestrales y su sometimiento al poderoso. Buscan, posiblemente, el paradigma ideal del líder, como referencia para sus proyectos presentes o de futuro. Desde esta perspectiva, exclusivamente antropológica, Jesús es un gran arquitecto y constructor de la historia, pero nada más que eso. Es la visión de todos os humanismos ateos o agnósticos: en Jesús sólo ven al hombre, pero no a Dios.

Otros, por el contrario, contemplan en Jesús sólo su ser Hijo de Dios, relegando a un segundo plano su ser hombre Es el Jesús místico, ajeno a los problemas reales de las gentes. Es el Jesús místico, ajeno a los problemas reales de las gentes. Es el Jesús de quienes sólo se quedan en la primera parte de la transfiguración del Tabor: <<Qué bien se está aquí>>, olvidando la segunda: <<Éste es mi Hijo, el elegido, escuchadlo>> (Lc 9,33.35). Es la visión de los <<angelismos>> de todos los tiempos, que de tanto mirar al cielo se olvidan de la tierra (cf. Hch 1,11).

También están los que ni siquiera se plantean quién es Jesús. En un mundo dominado por la secularización más recalcitrante, la postura más cómoda es la indiferencia, definida como apatía y <<pereza espiritual>>. Es la postura de quienes, imbuidos del más craso materialismo, sólo ven el valor en la utilidad de las cosas, y por eso, la figura de Jesús no les interesa porque no les aporta ningún beneficio.
Y por fin, hay un nutrido grupo, la mayoría cristianos, que no se dejan interpelar por Jesús: <<Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?><, por miedo al compromiso, a las exigencias que el mismo Jesús les plantea. Es más fácil quedarse con la imagen falseada que cada uno, tal vez, se ha fabricado a su medida, que descubrir el verdadero rostro del Mesías.
¿Quién decimos nosotros, cada uno de nosotros, que es Jesús? ¿En quién creemos cuando confesamos la fe en Jesús? ¿Qué es lo que queremos afirmar cuando decimos creer en Jesucristo? Estas preguntas nos las debemos hacer todos los cristianos, como primer paso para purificar la fe y poder dar testimonio de ella.
Dejarse interrogar por Jesús conlleva dejarse amar por él, entrar en la dinámica de su vida, conocerlo. Es decir, seguirlo, ser su discípulo. No se trata, por tanto, de un mero conocimiento externo, como el que se aprender algo de memoria. Se trata de un conocer que es amar, participar de su vida y de su misión salvadora. Por ello, el conocimiento es también purificación y testimonio de la fe, en el sentido de que el encuentro en amistad y amor con el Salvador conlleva una actitud de constante conversión, de tomar la cruz cada día (cf. Lc 9,23), único argumento eficaz contra la increencia, la falsa religiosidad, la indiferencia o la comodidad espiritual.

La opción del hombre frente a Dios no se hace de una vez para siempre. La interpelación de Dios, desde su Palabra o desde las sinuaciones de la vida, exige una continua y firme renovación de nuestra decisión.  La pregunta que hoy nos lanza Jesús a cada uno de nosotros es una pregunta viva que necesita ser respondida en cada momento. El seguimiento de Jesús conlleva una buena dosis de constancia, de fidelidad, de convencimiento interior, de fe, algo de lo que en buena medida se carece hoy. Éstas han sido, y son, las columnas en las que se sustenta la Iglesia. De ahí que, a pesar de los propios pecados y de los ataques del enemigo, <<el poder del infierno no la derrotará>>, porque está anclada en los cimientos del Evangelio, como la casa sobre la roca (cf. Mt 7,24-25).

Una cosa está clara, el testimonio de nuestra fe cristiana es el mejor medio para dar a conocer a Jesús al mundo entero. Y nuestro testimonio depende del grado con que nos hayamos tomado en serio el conocimiento de Jesús. Es decir, depende de la intensidad de nuestro amor y adhesión a Él y a su Evangelio, como objetivo primordial y razón de ser última de nuestra vida.

En verdad, mis queridos hermanos y amigos, ¿nosotros conocemos a Jesús? Ésta es una gran pregunta que necesita una gran respuesta. ¿Le hemos encontrado?, ¿le hemos reconocido?, ¿le hemos hablado? O con otras palabras, ¿hemos tenido en nuestra vida personal una fuerte experiencia de fe?, ¿vivimos esta experiencia como proyecto permanente de vida?

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