jueves, 28 de agosto de 2014

Vigésimo segundo domingo del tiempo ordinario

Jer 20,7-9: Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste.
Rom 12,1-2: Ofreceos vosotros mismos como sacrificio vivo.
Mt 16,21-27_ El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo.

El mensaje del Evangelio de hoy choca frontalmente con la mentalidad hedonista y materialista que configura nuestras sociedades de la opulencia y del bienestar. La cruz, como camino de sacrificio y de renuncia, es un sinsentido, una ironía de mal gusto, en un mundo en el que lo que cuenta es la satisfacción puntual e inmediata de cada deseo, el placer a cualquier precio como objetivo de la vida, el éxito rápido y fácil como único valor. Por eso, a la vida sólo se la valora desde el placer. El dolor se tapa o se ignora.

Esta mentalidad no nos es ajena a los cristianos. De un modo refinado, vacía de contenido y despoja de todo sentido a la cruz, esto es, a la fe, a la esperanza y al amor. ¿Para qué sirve la cruz? ¿ Tiene sentido el dolor y el sufrimiento? Éstas y otras preguntas ponen de manifiesto el rechazo y la aversión que los cristianos sentimos ante las exigencias de Jesús. No puede extrañarnos que Pedro, frente a la perspectiva de la cruz, reaccionara expresando su desacuerdo: <<¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte>>. Es decir, Dios tiene que actuar como a nosotros nos venga bien, y como eso no puede ser, nos fabricamos un cristianismo a nuestra medida, nos forjamos una imagen e idea de Dios de acuerdo con nuestros intereses, de modo que, aunque parezca un poco fuerte, Dios y el diablo cohabitan pacíficamente en nuestra vida. Y puesto que el dolor, el sufrimiento, el sacrificio, la cruz, no nos interesa, lo suprimimos de nuestro particular Evangelio, resaltando sólo lo que nos agrada y nos gusta, y rechazando lo que nos exige entrega, coraje, dar la vida. Así, desembocamos en la paradoja de un cristianismo sin Cristo.

El programa de Cristo es claro y tajante: negarse a sí mismo, cargar con la cruz, perder la vida. No es un programa que nos invite al <<dolorismo>>, esto es, a asumir el dolor por el dolor. Todo lo contrario, es un programa realista: la vida adquiere pleno sentido cuando se vive en todas sus facetas, con sus luces y sus sombras, sus alegrías y sus sufrimientos, sus gozos y sus dolores. La cruz de Jesús no es una tortura, sino el camino de la salvación, porque se vive desde el amor y la entrega de la vida a los demás.

Como en tiempos de Pedro y Pablo, el desafío cristiano consiste en descubrir el verdadero sentido de la vida. No pierde la vida quien la entrega, sino que la gana. Y a la inversa, no encuentra la vida quien la guarda, sino que la pierde. En tiempos de Nerón, por ejemplo, frente a una sociedad en franca decadencia moral, sometida a la implacable erosión que lleva consigo el hedonismo puro y duro, surgió la gran sorpresa: ver sonrientes y llenos de esperanza a unos hombres y unas mujeres que en la persona de Jesús habían encontrado la razón de ser de su existencia. En un tiempo de decadencia, como el de Nerón, incapaz de mantener los altos ideales de Augusto, los primeros cristianos se convirtieron en signo de contradicción y de esperanza. Al contrario que las muchedumbres corrompidas y licenciosas que llenaban los circos, los hombres y mujeres de las catacumbas eran gentes que mostraban una índole pacífica, serena, constructiva, confiada. Quizá sin saberlo del todo, intuían por la fe que con ellos nacía un mundo nuevo.

Cristo sigue siendo escándalo y locura. Y es cristiano aquel que comprende que, para ser feliz, hay que aceptar la necedad de la cruz, <<porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres y la flaqueza de Dios más poderosa que los hombres>> (1Cor 1,18-25). La vida cristiana es costosa, nada fácil ni cómoda. Y mal hacen quienes pretenden enseñar que seguir a Cristo es siempre fácil. No es precisamente eso lo que Él hizo. Sus palabras eran, y son, claras: <<Toma tu cruz y sígueme>>. Pero merece la pena vivir así, realizando y desarrollando en plenitud el proyecto de Dios, la voluntad de Dios, en una entrega constante de nuestras vidas.

El que sabe entregar su vida en la vocación y en la llamada recibida, ése la encontrará. Aquí radica el secreto de la felicidad del cristiano, que ha descubierto que hay más alegría en dar que en recibir, en abrirse a los demás que en encerrarse en sí mismo, en vivir para los otros que vivir sólo para sí, en el amor que en el egoísmo. Éste fue el secreto del éxito de los primeros cristianos mártires, testigos de la fe. Ésta es, también la fuerza oculta que empuja y sostiene a tantos misioneros y misioneras, que desarrollan su misión allí donde hay una gran falta de bienes materiales, pero , sobre todo, una gran falta de amor.
Mis queridos hermanos y amigos, ser cristiano no es nada fácil, es verdad, pero no es imposible. Todo es cuestión de proponérselo, es decir, todo es cuestión de estar dispuesto a salir de la propia atonía y rutina, encontrarnos con Jesús y asumir sus propuestas como proyecto de vida. Una cosa está clara, el amor es el fundamento de la felicidad de la vida; el egoísmo, de la frustración, la amargura y la ruina.

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