jueves, 25 de septiembre de 2014

Vigésimo sexto domingo del tiempo ordinario

Ez 18,25-28: Cuando el malvado se convierta de su maldad, salvará su vida.
Flp 2,1-11: Tened entre vosotros los sentimientos de una vida en Cristo Jesús.
Mt 21,28-35: Los publicanos y las prostitutas os precederán en el Reino de los cielos.

Una de las grandes dificultades que encuentran en la vida cristiana, en particular aquellos que mayor tendencia tienen a cultivar su espíritu, es la del fariseísmo. La hipocresía es uno de los grandes peligros que acechan todo tipo de religión e incluso todo magisterio: <<Es una mala hierba que crece al paso del santo y del maestro>>, por citar a Martín Descalzo.

En las páginas del Evangelio aparece su figura con tanta insistencia que se diría que Cristo ha querido advertir que su sombra fatídica un día puede caer sobre todos. El fariseo es el revés tenebroso del cristiano. No es sólo enemigo que acecha o amigo que traiciona: es el cristiano que se engaña y se traiciona a sí mismo y, naturalmente, traiciona la fe y la esperanza que Dios ha puesto en él.

Dentro de la Iglesia se puede ser fariseo casi sin saberlo. Son todos aquellos que viven en la paradoja de pertenece a la Iglesia y al mismo tiempo vivir al margen de ella. Es el llamado cristiano bicéfalo: una cabeza piensa en Dios; la otra en la muerte de dios.

En la Iglesia hay quienes farisaicamente se limitan a apuntar sus dedos contra los enemigos de fuera, haciendo de la victoria sobre ellos una meta primordial del cristianismo. Cristianos hay también que, con igual fariseísmo, piensan que los problemas del mundo y de la Iglesia se remedian oyendo los cantos de sirena de los fariseos de fuera. Ambas versiones del fariseísmo cristiano parten de una misma raíz: una falsa visión de Dios y de la Iglesia. Ni a unos ni a otros les aguijonea la idea de la santidad personal.

En los extramuros de la Iglesia, también hay fariseos que evitan ahondar en la verdad con la excusa de que hay cristianos como ellos e incluso peores que ellos. Para no acercase a Cristo y comprometerse con Él, prefieren estigmatizar los fallos de la Iglesia pecadora, olvidándose de que también es santa.

La sencillez constituye el clima natural –y sobrenatural- de la verdad. Es ella el elemento que falta en el alma del fariseo, incapaz –por orgullo- de tender la mano, de sentirse siempre discípulo, de considerarse constantemente moldeable. En el momento en que consideramos que somos perfectos, en ese preciso momento hemos puesto un coto a la perfección misma: la hemos encerrado en la cárcel de nosotros mismos: <<No hay hombre tan vacío como el que está lleno de sí mismo>>, comentaba con ironía Évely.

Decía San Ignacio de Loyola que <<el amor se debe poner más en las obras que en las palabras>>. Un cristianismo que sólo se quede en buenos sentimientos, sin pasar a las obras, será un cristianismo inoperante, vacío de contenido, fariseo, como el segundo de los hijos del Evangelio de hoy, que dice y no hace. Y es que ser cristiano va mucho más allá de un cúmulo de verdades en las que se cree y a las que se defiende. Ser cristiano es mucho más que una especie de seguro de vida o de muerte. La fe cristiana es dinámica, comprometida, testimoniante, o no es auténtica fe (cf. Sant 2,14-26). Solamente cuando se comprende que el amor es la esencia del mensaje cristiano, se cae en la cuenta de la esterilidad de las posiciones que enaltecen el egoísmo o, simplemente ignoran la altura y la anchura que el amor cristiano puede –y debe- alcanzar.

Los publicanos y las prostitutas, a semejanza del hijo primero del Evangelio, en principio dicen <<no>>, para después, operada la conversión en sus vidas, decir <<sí>>. Lo importante para Dios no es la cantidad: los años que llevamos siendo cristianos. Lo importante para Dios es la calidad e intensidad de esos años. Si los años para lo único que nos han servido es para creernos con <<derechos>> ante Dios, al más puro estilo farisaico, entonces hemos perdido el tiempo, porque, como veíamos el domingo pasado, ante Dios no existen derechos adquiridos de ningún tipo. La gracia divina es don, regalo del cielo. Por eso, aquéllos que se convierten de corazón –los publicanos y las prostitutas- son los primeros en el Reino de los cielos, porque han entendido que lo importante es vivir desde la sinceridad y transparencia de la vida, comprometidos con Jesús y el Evangelio: <<Buscad el Reino de Dios y su justicia, lo demás se os dará por añadidura>> (Mt 6,33).

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