jueves, 16 de octubre de 2014

Vigésimo noveno domingo del tiempo ordinario

Domingo, 19 de octubre de 2014

Is 45,1.4-6: Y soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay Dios.
1 Tes 1,1-5: Ante Dios, recordamos vuestra fe, vuestro amor y nuestra esperanza.
Mt 22,15-21: Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.


En este domingo celebramos el día del Domund, o domingo mundial de las misiones. Y comienzo con una cita de un autor, Fernando Sánchez Dragó. En su libro La prueba del laberinto afirma sin rodeos: <<Quiero partir una lanza por las misiones y disipar calumnias en lo tocante a instituciones cuyos adelantados se limitan a ayudar al prójimo en zonas de dolor, de miseria, de enfermedad, de analfabetismo, de tiranía y de hambre. Los misioneros no venden, ofrecen. No predican, explican. No juega, se lo juegan. No explotan, siembran. No cobran, pagan. No asustan, consuelan. No se marchan, permanecen>>. Y acaba diciendo cómo debemos canalizar nuestras ayudas para los pobres del Tercer Mundo: <<Dársela a los misioneros para que directamente las distribuyan desde abajo y entre los de abajo, con honradez y sentido común>>. Textos fuertes los de Sánchez Dragó, pero que reflejan la pura verdad.
Cuando en estos últimos años asistimos a un tímido intento de despegue e independencia económica, social y política de los pueblos de África y América Latina, son frecuentes las guerras intestinas y la lucha por el poder que genera en la población más indefensa males sin cuento. En estas situaciones, los misioneros son los que más sufren, los que se quedan consolando a los tristes, los que luchan denodadamente por la paz sobre el escenario mismo de la fuera. Los misioneros han hecho suya la llamada de Dios a la evangelización de todos los pueblos: <<Id y haced discípulos de todas las naciones>> (Mt 28,19), pero entendiendo que si bien el hombre <<no vive de sólo pan>> (cf. Mt 4,4), también lo necesita.
Si en los países del Tercer Mundo no hay una promoción humana, digna de los pueblos y de las personas, difícilmente se podrá predicar la Palabra de Dios. Toda evangelización conlleva paralelamente una labor de promoción y desarrollo humano.
Un ejemplo vivo lo tenemos en una comunidad de misioneros, amigos míos, que en Tanzania atienden a varios pueblecitos y aldeítas misérrimas. Ellos, con sus modestísimos recursos, además de atender a sus feligreses, ayudan a otras poblaciones aún más necesitadas que las suyas.
Pero la fiesta del Domund es también nuestra fiesta, la de todos los cristianos, que por el bautismo fuimos consagrados para dar testimonio de nuestra fe. Por tanto, no nos puede dejar indiferentes saber que millones de hombres viven todavía sin conocer a fondo el amor de Dios. No nos puede dejar indiferente saber que las dos terceras partes de la humanidad no conocen todavía a Cristo y, sin embargo, sienten necesidad de Él, porque sólo Cristo es fuente de agua viva (cf. Jn 4,14).
Todos los bautizados somos misioneros. Todos tenemos la obligación de evangelizar. Ningún creyente en Cristo, ni ninguna institución puede eludir el deber supremo de anunciar a Cristo a todos los hombres, como Jesús nos manda en el Evangelio: <<Id por todo el mundo y predicad la Buena Nueva>>.
No somos creyentes si no tenemos inquietud por proclamar y difundir, implantar y divulgar la Buena Nueva del Reino. La evangelización es un deber –la única misión- de toda la Iglesia y de cada uno de los hijos de la Iglesia.
Nuestra fe, como en innumerables ocasiones predicamos los sacerdotes, es apostólica, es decir, no se agota en el particularismo del propio cristiano o de la propia iglesia particular, como la nuestra de Córdoba. La dimensión apostólica reclama por su propia naturaleza la misión universal, a todo el hombre y a todos los hombres. La fe no es un privilegio personal, sino un don de Dios que hemos de compartir, porque cuanto más se comparte más se fortalece.
Comentaba Juan Pablo II que el mundo está anclado sobre estructuras de pecado. Difícilmente podrán los misioneros de vanguardia difundir al fe si, previamente, los que más tenemos no compartimos con los que menos tienen. Dios interpela a nuestras conciencias, a la de cada uno en particular, y nos pregunta qué podemos hacer para paliar tantas injusticias y desequilibrios como hay en el mundo.
Dios no nos pide imposibles. Nos pide hasta donde puede nuestra generosidad, no más. Lo importante es colaborar y ayudar a las misiones.
La fiesta del Domund es una ocasión inmejorable para preguntarnos con la mano en el corazón: ¿Soy misionero? Si la fe no llega a nosotros de un modo vitalizador, dinámico y comprometido, difícilmente llegará a los países de misión.

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