jueves, 23 de octubre de 2014

Trigésimo domingo del tiempo ordinario

Éx 22,21-27: No oprimirás ni vejarás al forastero. no explotarás a viudas ni a huérfanos.
1 Tes 1,5-10: Abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero.
Mt 22,34-40: Amarás al Señor tu Dios y a tu prójimo como a ti mismo

El núcleo de la vida cristiana es el amor, porque Dios es amor (cf. 1, Jn 4,8). Un amor que, en el decir del apóstol San Pablo, es <<paciente, afable, sin envidia, no se jacta ni se engríe, no es grosero ni busca lo suyo, no se exaspera ni lleva cuentas del mal, no simpatiza con la injusticia, simpatiza con la verdad. Disculpa siempre, se fíe siempre, espera siempre, aguanta siempre>>. (1 Cor 13,4-7). Por esto, el amor es la fuerza y el motor que nos realiza, porque el hombre sólo <<es>> cuando ama, esto es, cuando se entrega y se da a los demás, cuando entiende que, en el sentir de los clásicos, nada de lo humano le es ajeno.

La polémica que Jesús mantiene con los escribas y los fariseos no es solamente el intercambio de puntos de vistas distintos o de simples opiniones que difieren. Lo que se ventila en dicha pugna es mucho más profundo. Estamos hablando de un desajuste ontológico; de perspectivas existenciales no coincidentes, en las que se arriesga el sentido y la realización de la vida entera.

Los escribas, fariseos y maestros de la ley, apuestan por una visión de la vida hipertrofiada y encorsetada, sujeta a la ley, a las normas, a la autoridad. El sabor de la libertad original, que define a la vida y la construye se ha vuelto rancio, insulso. <<Y si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se le puede devolver el sabor?>> (Mt 5,13). Piensan, erróneamente, que la ley es portadora de vida, sin advertir que esclaviza y cosifica a quienes, adorándola como a un dios, la convierten de medio en fin. De esta suerte, olvidan lo más esencial: que las normas son para servir a los hombres.

La actitud de los fariseos del tiempo de Jesús es perfectamente extrapolable a la actitud de muchos cristianos actuales que se contentan con cumplir <<a rajatabla>> las normas y preceptos de la Iglesia, como síntesis del buen cristiano.
Son los cristianos, lo mismo que los fariseos de antaño, que han anclado su vida en las solas normas, en sus rezos, en el cumplimiento estricto del precepto dominical. Esto por sí solo es insuficiente. Es más, de nada sirve si no está anclado en el amor: <<Ya puedo dar en limosnas todo lo que tengo, ya puedo dejarme quemar vivo, que si no tengo amor de nada me sirve>> (1 Cor 13,3). No salva el cumplimiento milimétrico de la norma. Sólo salva el amor, donde la norma adquiere todo su sentido, todo su valor, toda su plenitud. Jesús acepta todas las prescripciones de la ley en el mandamiento del amor (cf. Mt 5,17; 7,12).

Jesús polemiza con los peritos y <<entendidos>> de la ley y discute con ellos acerca de su legalismo, porque pretenden ahogar al hombre en un abismo de códigos, normas, leyes y olvidan lo fundamental: el amor y la justicia. El amor a Dios con toda la fuerza de la corporalidad humana no puede ser una realidad aislada del ser humano con Dios (cf. Dt 6,5), sino que debe proyectarse siempre en los hermanos (cf. Lev 19,18).

Jesús, con la sabiduría propia del Hijo de Dios, es claro y conciso: no hay más ley que el amor a Dios y el amor al prójimo: <<Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas>>. or eso, el santo doctor y obispo de Hipona, San Agustín, acertó cuando afirmó: <<Ama y haz lo que quieras>>. Ama a Dios, con todo tu ser -<<con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente>>-; ama a tu prójimo como a ti mismo, y haz lo que quieras.
Por otra parte, la respuesta de Jesús a los escribas y fariseos encierra una gran dosis de originalidad, que estriba en un debate total sobre la dimensión existencial del amor. El amor no puede ser solamente vertical, es decir, hacia Dios, sino que además, y al mismo tiempo, ha de ser horizontal, es decir, hacia los hermanos. De ahí que no podemos amar a Dios, a quien no vemos, si no amamos a nuestros hermanos, a quienes sí vemos (cf. 1 Jn 4,20-21).
El amor a Dios pasa necesariamente por el amor al prójimo. El rostro de Dios no es otro que el rostro de cada ser humano –imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1,26)-, que sufre, padece, se alegra o sonríe. De nada nos sirve rezarle mucho a Dios y decirle que le queremos, si odio o paso de largo de las personas que tengo a mi lado; si los problemas y las necesidades de los hombres me dan igual. La parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,30-37) es un ejemplo ilustrativo de lo que he afirmado.

Lo que Jesús nos propone como proyecto y objetivo es la síntesis entre la fe y la vida. Nuestra fe en Dios –y, por tanto, nuestro amor- sólo es convincente y testimoniante cuando está avalada por nuestras obras: <<Obras son amores y no buenas razones>>, que reza un viejo adagio. Una fe sin obras es una fe muerta (cf. Sant 3,17), pero unas obras sin fe están faltas de trascendencia.

En este sentido, el papa Pablo VI, conciencia crítica de la Iglesia, lanzó a toda la Iglesia, y en ella a todos los cristianos, los siguientes interrogantes, tan actuales entonces como hoy: <<Iglesia, ¿qué dices de ti misma? Pastores todos, ¿creéis lo que anunciáis? ¿Anunciáis lo que creéis?>>.

Mis queridos hermanos, también nosotros tenemos que interrogarnos por nuestra vida cristiana, por vuestras obras, por el amor que realizamos o hemos dejado de realizar. Tenemos que preguntarnos qué es lo fundamental para nosotros, si el legalismo o el amor a Dios y al prójimo. Si me importa Dios, la pregunta inmediata debe ser: ¿Me importan mis hermanos y sus problemas?

martes, 21 de octubre de 2014

Apertura de curso de cocina en el Centro María Rivier


Durante este octubre ha tenido lugar la apertura del curso de cocina en el Centro de Promoción, Formación e Integración de la mujer inmigrante - María Rivier, cuya actividad patrocina la Fundación Miguel Castillejo.


Este curso, que también tiene una modalidad online, concede asimismo el certificado de manipulador de alimentos.

viernes, 17 de octubre de 2014

Semana Cultural en honor a San Rafael 2014


Durante la semana del 20 al 24 de octubre tendrá lugar en la Fundación Miguel Castillejo una serie de eventos en honor a San Rafael. Como viene siendo tradicional, celebraremos dicha festividad ofreciendo una exposición, conferencias, un concierto y la presentación de la revista San Rafael 2014. 
Los actos tendrán lugar de lunes a jueves a las 20,30 horas en el Salón de Actos de la Fundación Miguel Castillejo. El programa, a continuación:

Lunes, 20 de octubre. 20,30 horas.
- Inauguración de la exposición "San Rafael, Acuarelas de un Arcángel", del pintor cordobés Rafael Romero del Rosal.
- Conferencia "Pedro Duque Cornejo y San Rafael". Ponente: Dr. D. Diego Álvarez Aguilar (Archivero de la Hermandad) Presenta: D. Julián Hurtado de Molina Delgado (Hermano Mayor Ilustre Hermandad de San Rafael Custodio)

Martes, 21 de octubre. 20,30 horas.
- Conferencia "Paseos por Córdoba Cofrade de la mano de nuestro Arcángel". Ponente: D. José Luis Romero González (Cronista de la Hermandad). Presenta: D. Francisco Mellado Calderón (Dr. Historia del Arte).

Miércoles, 22 de octubre. 20,30 horas.
- Tradicional Concierto Extraordinario en honor a San Rafael: Real Centro Filarmónico de Córdoba "Eduardo Lucena" (Director Carlos Hacar).

Jueves, 23 de octubre. 20,30 horas.
- Presentación de la revista San Rafael 2014.

jueves, 16 de octubre de 2014

Vigésimo noveno domingo del tiempo ordinario

Domingo, 19 de octubre de 2014

Is 45,1.4-6: Y soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay Dios.
1 Tes 1,1-5: Ante Dios, recordamos vuestra fe, vuestro amor y nuestra esperanza.
Mt 22,15-21: Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.


En este domingo celebramos el día del Domund, o domingo mundial de las misiones. Y comienzo con una cita de un autor, Fernando Sánchez Dragó. En su libro La prueba del laberinto afirma sin rodeos: <<Quiero partir una lanza por las misiones y disipar calumnias en lo tocante a instituciones cuyos adelantados se limitan a ayudar al prójimo en zonas de dolor, de miseria, de enfermedad, de analfabetismo, de tiranía y de hambre. Los misioneros no venden, ofrecen. No predican, explican. No juega, se lo juegan. No explotan, siembran. No cobran, pagan. No asustan, consuelan. No se marchan, permanecen>>. Y acaba diciendo cómo debemos canalizar nuestras ayudas para los pobres del Tercer Mundo: <<Dársela a los misioneros para que directamente las distribuyan desde abajo y entre los de abajo, con honradez y sentido común>>. Textos fuertes los de Sánchez Dragó, pero que reflejan la pura verdad.
Cuando en estos últimos años asistimos a un tímido intento de despegue e independencia económica, social y política de los pueblos de África y América Latina, son frecuentes las guerras intestinas y la lucha por el poder que genera en la población más indefensa males sin cuento. En estas situaciones, los misioneros son los que más sufren, los que se quedan consolando a los tristes, los que luchan denodadamente por la paz sobre el escenario mismo de la fuera. Los misioneros han hecho suya la llamada de Dios a la evangelización de todos los pueblos: <<Id y haced discípulos de todas las naciones>> (Mt 28,19), pero entendiendo que si bien el hombre <<no vive de sólo pan>> (cf. Mt 4,4), también lo necesita.
Si en los países del Tercer Mundo no hay una promoción humana, digna de los pueblos y de las personas, difícilmente se podrá predicar la Palabra de Dios. Toda evangelización conlleva paralelamente una labor de promoción y desarrollo humano.
Un ejemplo vivo lo tenemos en una comunidad de misioneros, amigos míos, que en Tanzania atienden a varios pueblecitos y aldeítas misérrimas. Ellos, con sus modestísimos recursos, además de atender a sus feligreses, ayudan a otras poblaciones aún más necesitadas que las suyas.
Pero la fiesta del Domund es también nuestra fiesta, la de todos los cristianos, que por el bautismo fuimos consagrados para dar testimonio de nuestra fe. Por tanto, no nos puede dejar indiferentes saber que millones de hombres viven todavía sin conocer a fondo el amor de Dios. No nos puede dejar indiferente saber que las dos terceras partes de la humanidad no conocen todavía a Cristo y, sin embargo, sienten necesidad de Él, porque sólo Cristo es fuente de agua viva (cf. Jn 4,14).
Todos los bautizados somos misioneros. Todos tenemos la obligación de evangelizar. Ningún creyente en Cristo, ni ninguna institución puede eludir el deber supremo de anunciar a Cristo a todos los hombres, como Jesús nos manda en el Evangelio: <<Id por todo el mundo y predicad la Buena Nueva>>.
No somos creyentes si no tenemos inquietud por proclamar y difundir, implantar y divulgar la Buena Nueva del Reino. La evangelización es un deber –la única misión- de toda la Iglesia y de cada uno de los hijos de la Iglesia.
Nuestra fe, como en innumerables ocasiones predicamos los sacerdotes, es apostólica, es decir, no se agota en el particularismo del propio cristiano o de la propia iglesia particular, como la nuestra de Córdoba. La dimensión apostólica reclama por su propia naturaleza la misión universal, a todo el hombre y a todos los hombres. La fe no es un privilegio personal, sino un don de Dios que hemos de compartir, porque cuanto más se comparte más se fortalece.
Comentaba Juan Pablo II que el mundo está anclado sobre estructuras de pecado. Difícilmente podrán los misioneros de vanguardia difundir al fe si, previamente, los que más tenemos no compartimos con los que menos tienen. Dios interpela a nuestras conciencias, a la de cada uno en particular, y nos pregunta qué podemos hacer para paliar tantas injusticias y desequilibrios como hay en el mundo.
Dios no nos pide imposibles. Nos pide hasta donde puede nuestra generosidad, no más. Lo importante es colaborar y ayudar a las misiones.
La fiesta del Domund es una ocasión inmejorable para preguntarnos con la mano en el corazón: ¿Soy misionero? Si la fe no llega a nosotros de un modo vitalizador, dinámico y comprometido, difícilmente llegará a los países de misión.

lunes, 6 de octubre de 2014

Vigésimo octavo domingo del tiempo ordinario

Domingo, 12 de octubre de 2104


Is 25,6-10: Aquí está nuestro Dios. Celebremos y gocemos con su salvación.
Flp 4,12-14.19-20: Todo lo puedo en aquél que me conforta.
Mt 22,1-14: Tengo preparado el banquete. Todo está a punto. Venid a la boda.


Desde la plataforma y el extenso ángulo de la fe, la historia humana no es otra cosa que la historia de un encuentro: el de Dios con el hombre, en el que Dios siempre ha tomado y sigue tomando la iniciativa. Dios nos hace sus hijos adoptivos, nos reconcilia con Él por la Muerte y Resurrección de su Hijo, nos invita a participar activamente en el banquete de su Reino, donde nuestro deseos y anhelos ancestrales alcanzan su total cumplimiento. Dios sale al encuentro.
Al hilo de esta iniciativa divina, tendríamos que preguntarnos por nuestros deseos de encontrarnos con Dios, que nos busca, nos interroga e interpela. Y aquí es donde la historia de la humanidad se bifurca y divide.
La historia de Occidente es la historia de la marcha ascensional de la razón, que progresivamente ha ido relegando y ocultando la fe. El homo religiosus y el homo misticus de otras épocas, cedieron ante el homo rationis, que con nuevos bríos se ha ido abriendo paso en el largo camino de la historia. Seducido y sugestionado por el poder de la razón, creyó, ingenuamente, que Dios era incompatible con aquélla. Hablamos del <<giro copernicano>> por el que el teocentrismo es sustituido por el antropocentrismo. Dios es despojado y <<echado fuera>> de su trono, y en su lugar se sienta el hombre. <<Dios ha muerto>>, en frase de Hegel y Nietzsche, como expresión del llamado <<silencio de Dios>>, en el que viven inmersas la mayor parte de nuestras ciudades finiseculares del bienestar y del desarrollo.
Dios sale al encuentro, pero el hombre nada quiere sabe de Dios. Dios nos ama, pero nuestro corazón sigue siendo de piedra (cf. Ez. 36,26-27). Dios nos salva, pero nosotros queremos salvarnos por nosotros mismos. Sencillamente, Dios ha dejado de interesarnos y preocuparnos. Religiosamente hablando, es la etapa del <<hombre de la indiferencia>>.
De este humus indiferentista participan hoy muchos cristianos que, ante la llamada y la invitación divina a vivir con la dignidad propia de los hijos de Dios, se excusan, porque en el fondo Dios no les importa. Puede más en ellos <<sus asuntos>> -<<sus tierras, sus negocios>>- que la vocación divina. Puede más en ellos lo material que lo espiritual, el pan que la Palabra de Dios (cf. Mt 4,4).
Pero, como muy bien nos apunta la parábola del Evangelio de hoy, <<la boda está preparada>>. Los desplantes humanos no alteran los planes de Dios, inconmensurable e infinitamente misericordioso. Dios no se cansa, es tenaz; persiste en sus caminos de salvación para el hombre: <<Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis convidadlos a la boda>>.
La salvación de Dios es universal -<<es voluntad de Dios que todos los hombres se salven>> (1 Tim 2,4)-. Alcanza a todos los hombres que convierten el encuentro con Dios en diálogo y en respuesta cristiana de vida. Por eso, no podemos contentarnos con decir que con ser cristianos nos basta. Esto es lo que pensaron los escribas y los fariseos de la parábola del Evangelio: que por el simple hecho de pertenecer al pueblo de Israel, heredero de las promesas divinas, se creyeron con derecho a participar en el banquete, esto es, en la salvación. U n advirtieron que ante Dios ningún hombre tiene derechos. La salvación, la gracia, los dones divinos son regalos de Dios. Dios nos regala la vida, pero para participar de ella es necesaria la conversión del corazón. Sólo quienes, desde un auténtico espíritu de pobreza (cf. Mt 5,3), ponen su confianza en Dios, sólo ésos son dignos de participar del banquete del Reino. Porque con Jesús se ha invertido la escala de valores: son los pobres, los marginados, los desheredados, los dignos herederos de las promesas de Dios, quienes, desengañados de las falsas promesas de los hombres, han experimentado la fidelidad eterna de Dios, rico en misericordia y amor.
La conversión al Evangelio, con el dolor que comporta y las alegrías que suscita, crea un estilo peculiar. Es el estilo del hombre o de la mujer buenos y nobles, no por carácter, sino por libre elección. Son los que han dicho libremente sí a Dios y a esa Iglesia suya, santa a pesar de sus pecados, que tiene además el poder de perdonar si nos arrepentimos de ellos y abandonamos nuestros caminos errados para entrar en los caminos trazados por Dios.
Mis queridos hermanos y amigos, abramos nuestro corazón a Dios. Aceptemos cada día la invitación de Dios en nuestra vida: a la alegría, a la entrega generosa, al sacrificio por los demás. Hagamos de nuestra vida un encuentro permanente con el único que nos salva.