jueves, 12 de marzo de 2015

Cuarto domingo de Cuaresma

2 Crón 36, 14-16.19-23: El Dios del cielo me ha encargado que le edifique una casa en Jerusalén.
Ef 2,4-10: Muertos por los pecados, estáis salvados por su gracia.
Jn 3,14-21: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para salvar al mundo.

El mensaje espiritual que está en la base de nuestras reflexiones en este cuarto domingo de Cuaresma, lo centra de un modo admirable la lectura del apóstol San Pablo a los Efesios que acabamos de proclamar: Dios es amor. Su misericordia no tiene límites. Nosotros estábamos muertos por el pecado y hemos sido salvados por su bondad y magnanimidad. Todo, pues, es gracia. Sólo Dios salva, porque el hombre es radicalmente incapaz de salvación. Somos hijos de Dios y Dios nos ama con locura. Por eso, creo que de ningún modo lleva razón Albert Camus cuando afirma: <<El hombre es un extranjero sin pasaporte en un mundo glacial>>.

Las palabras de Juan son explícitas: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Es decir, Dios es todo amor. Por pura gracia, mediante la mediación de su Hijo Jesucristo, nos salva. Por el pecado estábamos muertos a la vida y Él nos ha sanado. Así, Dios se muestra como un Dios cercano, amigo, íntimo, frente a ese Dios de la lejanía, al que uno tenía que acercarse con <<temor y temblor>>, en frase feliz de Sören Kierkegaard. Jesucristo, Dios hecho hombre, es tan cercano que muere en la cruz por nosotros.

La sociedad actual necesita misericordia entrañable. Dios nos envía al Hijo para que sea en medio de los hombres el rostro de la misericordia, el Dios del amor, de la paz, de la cercanía. El Dios que llama a los pecadores y come con ellos. Este Dios está con nosotros siempre y hasta el final del mundo.
El hecho de que la salvación sea por pura gracia de Dios no implica en ningún modo la pasividad del hombre. El hombre está convocado por Dios para operar la obra de la redención de acuerdo con sus capacidades y posibilidades. Dios quiere que, con los dones de su gracia, el hombre realice <<las obras de la fe>>.

Este planteamiento fue el núcleo de las contiendas irreconciliables entre Lutero y la Iglesia, el protestantismo y el catolicismo. Un enfrentamiento que llegó en toda su radicalidad hasta el mismo Vaticano II, que abogó por un diálogo y una reconciliación ecuménicos.

Lutero ponía el acento en la supremacía exclusiva de la gracia divina. Para él, todo era pura gracia, y el hombre, pura miseria, corrupción, porque la naturaleza humana está intrínseca y ontológicamente pervertida por el pecado original, sin posibilidad de enmienda o regeneración. Por tanto, el hombre no se salva por sus buenas obras, sino por la sola fe en Dios que lo puede todo. Por su parte, la Reforma católica de Trento, poniendo le énfasis en la Carta del apóstol Santiago (cf. 2,14-26), reconoce que sólo Dios salva, pero que el hombre ha de cooperar para que esa salvación se lleve a efecto.

Es cierto, sin embargo, que los católicos corremos el grave riesgo de desembocar en un puro activismo y moralismo: en las obras por las obras, olvidándonos de que lo único importante es que Dios nos ha dado a su hijo Jesucristo para que seamos salvos por Él. En Él todo es gracia y nuestras obras, que nos vienen por la fe, son la pura gracia divina, aunque nosotros tengamos que cooperar con nuestra santa libertad.

Dios nos ama y quiere que lo amemos. A Dios se le ama amando intensamente a los hombres. Así el amor es la concreción palmaria de las buenas obras, según reza un antiguo adagio: <<Obras son amores y no buenas razones>>. Tenemos que responder con el lenguaje testimonial de nuestras buenas acciones, de nuestro buen proceder, de nuestra entrega sin límites a los demás.

Para lanzarse a obrar, todo hombre necesita un respaldo de seguridad, la confianza de sentirse amado: <<Si no conocemos que recibimos –expresaba con hondura Santa Teresa-, no despertamos a amar>>. Este respaldo lo tenemos cuando nos dejamos decir por la fe que hemos sido amados, perdonados, salvados por Dios en Cristo. Necesitamos sentir esa salvación, como la sintieron los israelitas desterrados cuando Ciro les devolvió su tierra.

Mis queridos hermanos y amigos, en este cuarto domingo de Cuaresma, yo me quedaría con dos mensajes de la madre Teresa de Calcuta. El primero dice así: <<Para conquistar el mundo sólo hace falta amor y compasión>>. La vocación de la madre Teresa fue una auténtica vocación de amor: atender todas las carencias de los más necesitados, a los que se entregó sin alterar su fidelidad a la Iglesia. Ella siempre reconoció que la verdadera pobreza reside en el hambre de amor.

El segundo mensaje reza así: <<El mal más grande de nuestros días es la falta de amor y de caridad. Hemos sido creados para amar>>. Por eso, en expresión de Bernanos, <<los santos son para seguirlos, no para aplaudirlos. El cristiano es continuador de la presencia y de la obra de Cristo en el mundo>>. Se sabe salvado, y no deberá condenar este mundo, sino dedicar por entero sus fuerzas a salvarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario