viernes, 27 de marzo de 2015

Domingo de Ramos

Is 50,4-7: No oculté el rostro a insultos y salivazos, y sé que no quedaré avergonzado.
Flp 2,6-11: Cristo, a pesar de su condición divina, tomó la condición de esclavo.
Mc 11,1-10: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!
Mc 14, 1-15,47: Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

La Semana Santa se abre con el memorial de la Pasión del Señor, coronada con su Muerte y Resurrección. Así, los sagrados misterios que celebramos en esta magna y santa constituyen el eje central de nuestra fe y de todo el tiempo litúrgico. Toda la obra de la salvación, dilatada en la historia, gravita sobre un único dentro: Jesucristo toma en sus manos su vida, y, en un acto único y original, expresión sublime de su amor sin límites, la ofrece y la entrega sin reservas. Así, por Jesucristo el hombre ha sido reconciliado con Dios y consigo mismo. La salvación imposible y lejana se ha hecho posible y cercana. La Muerte y la Resurrección del Hijo de Dios la ha realizado.

El relato de la Pasión del evangelista San Marcos nos presenta varias claves y mensajes que nos meten de lleno en el sentido y en el corazón de esta sacra semana, síntesis de nuestra existencia cristiana.

Primero: la Pasión-Muerte-Resurrección expresan la consumación de la fidelidad y obediencia de Jesucristo a los designios del Padre. Traicionado por unos, negado por otros y abandonado casi por todos, Jesucristo confía plenamente en la voluntad de Dios: <<Abba [Padre]: Tú lo puedes todo, aparte de mí ese cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya>>. No se contagió del desánimo y del miedo de sus discípulos, aunque ello no lo libró de la angustia del dolor y de la muerte. Jesucristo tuvo clara su vocación y su destino: el Padre.

Frente a nuestros miedos y titubeos humanos; frente a nuestras desesperanzas; frente a ese amor a nosotros mismos; frente a nuestros deseos absolutos de autonomía, de <<querer ser como Dios>>, Jesucristo nos muestra el camino de la auténtica libertad: el camino del amor y de la entrega generosa a lo que Dios nos va pidiendo en cada instante de nuestra vida. Nuestra fortaleza es Dios. Somos fieles en la fidelidad y en la obediencia a Dios: <<No se haga nuestra voluntad, sino la tuya>>.
Segundo: Jesucristo es verdadero Hijo de Dios, el enviado del Padre que realiza y culmina la obra de la redención. De este modo, Jesucristo viene a decirnos con extrema claridad que el hombre por sí mismo es incapaz de salvación, y, por tanto, que sólo en Dios, y nada más que en Él, está la verdadera y auténtica salvación. El hombre, como Ícaro, a veces es todo confianza en sí mismo y se siente absolutamente autónomo. Sin embargo, también como Ícaro, está condenado a caer cuando cree que está en su apogeo, cerca ya del sol que pretende conquistar.
Jesucristo es el Hijo de Dios, pero, ¿está claro para nosotros, o, por el contrario, no acabamos de creérnoslo, como les sucedió al sumo sacerdote y a los miembros del Sanedrín que lo juzgaron? Porque si no creemos que Jesucristo es el Hijo de Dios, entonces tampoco creemos que nos haya salvado, y, en ese caso, nuestro cristianismo no pasa de ser, como mucho, un humanismo de <<tejas para abajo>>, secularizado e inmanente, cerrado a cal y canto a la trascendencia de Dios. Ser cristiano así es una de las peores mentiras.

El cristiano tiene que asumir la tarea mundana del hombre sin sucumbir a la tentación adámico-prometeica del <<y seréis como Dios>>; y, al mismo tiempo, tiene que colaborar en la obra de la salvación del mundo sabiendo que, dentro del mundo, esta tarea es inacabable.

Tercero: Dios nos habla desde el silencio de la cruz, signo distintivo e inequívoco de la autenticidad de la fe cristiana. Porque la fe sólo madura en el crisol de la vida vivida con gozo, sí, pero no exenta de dificultades. Desde su cruz, Jesucristo nos invita a ser sus discípulos tomando nuestra cruz de cada día.

La fe cristiana nos propone un Dios crucificado, que nos enseña a morir con amor a la vida y a vivir como seres mortales, por eso, precisamente, es por lo que Jesús nos restituye a la realidad: viviendo como Él nuestra existencia terrena hasta el final es como nos acercamos al misterio de Dios. Decía Bernanos que <<todos tenemos un lugar en la Pasión de Cristo>>. Busquemos, pues, ese lugar. Y desde él, intentemos encontrarnos con Jesús, Palabra viva de Dios.

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