viernes, 17 de abril de 2015

Tercer Domingo de Pascua

Hch 3,13-15.17-19: Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos.
1 Jn 2,1-5: Sabemos que le conocemos en que guardamos sus mandamientos.
Lc 24,35-38: Estaba escrito que el Mesías tenía que padecer y resucitar al tercer día.

Durante todo este tiempo pascual celebramos las apariciones de nuestro Señor Jesucristo. En todas ellas hay un denominador común: el que ha resucitado es el mismo que fue crucificado. Por tanto, no hay, como pretenden hacernos creer algunos teólogos actuales, un Jesús de la historia y un Cristo de la fe. Uno y otro son uno y el mismo. Y es esta identidad la que cuesta reconocer.
En efecto, ante la presencia del Resucitado la primera reacción de los discípulos es el miedo. Piensan que están viendo un fantasma porque en sus cálculos meramente humanos sólo cabe la lógica de los hechos constantes y sonantes. Por tanto, no puede ser que el mismo que murió en la cruz esté ahora vivo y victorioso delante de ellos.
Este mismo temor de los primeros discípulos es similar a nuestros temores, dudas e incertidumbres de fe y de vida. Son, por así decirlo, nuestras <<noches oscuras del alma>>. Un temor cuyo origen no está tanto en el contenido de nuestra fe, cuanto en la sociedad laicista, materialista y contraria a la fe de Jesucristo que nos rodea. Ante este mundo que ha <<prescindido de Dios>> y, por tanto, actúa <<como si Dios no existiera>>, los creyentes nos sentimos extraños, sin agallas suficientes para convertirlo, sin fuerzas para renovarlo. Y lo que es peor, vencidos por el pesimismo, hemos perdido toda confianza en que tal cambio sea posible. Es como si Cristo fuera para nosotros un fantasma y no un Resucitado, porque nos falta la creencia, la convicción vital de su presencia real, de su divinidad. Él ha vencido el mal. Pasaremos baches, pero todo converge en una historia evolutiva que tiene pleno sentido en Jesucristo, quien no sólo no es un fantasma, sino que es el Señor de la vida.
Los pasajes evangélicos de apariciones nos proponen dos caminos para revitalizar la vida de fe como experiencia de presencia, frente a la fe, a veces, puramente intelectual, cartesiana y racionalista: la lectura frecuente de las Sagradas Escrituras y la Eucaristía enardecen nuestra fe, lanzándonos al mundo vacíos de temores y dudas, y llenos de una santa audacia y valentía apostólica.
Gay también un dato que no nos puede pasar inadvertido: la palmaria declaración de Jesucristo para convencer a sus discípulos de que no es un fantasma: <<Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona>>. Para a continuación, y como para reafirmar más su identidad, pregunta: <<¿Tenéis ahí algo que comer?>>. Porque es claro que los fantasmas no comen.
Los cristianos estamos convocados a ser las manos y los pies del Resucitado, a caminar por los caminos de la historia haciendo el bien, a ejemplo del Maestro. Jesucristo está con nosotros hasta la consumación del mundo. Ser cristiano implica abrazar a Jesucristo, vivir desde sus mismas claves existenciales, iluminar el mundo con la luz de su Resurrección.
Cuentan que en el transcurso de la segunda guerra mundial, en la iglesia de una población alemana, mutilaron de pies y brazos a un Cristo crucificado. Cuando terminó la gran contienda, los cristianos de aquella comunidad lo expusieron tal cual, sin manos y si piernas, con el propósito de explicar a quienes visitaban la iglesia que tal ausencia de miembros en el Crucificado era una invitación constante y punzante al corazón de todos los cristianos, que tienen que ser las manos y los pies del Señor. Unas manos que bendicen, perdonan, acarician, sanan, dan limosnas, transmiten el bien. Unos pies que recorren todos los caminos, plazas y vericuetos de la vida en busca del hermano necesitado.
En ocasiones, nuestra sensación de sentirnos pecadores nos impide zambullirnos de lleno en la tarea de implantar en el mundo el Reino de Dios y su justicia, olvidando que Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte, nos ha redimido con su sangre. Es decir, ni nuestras caídas, ni nuestras miserias personales, deben apartarnos de esa santa alegría y de esa fortaleza interior que nos da la fe pascual en Jesucristo.
Mis queridos hermanos, la salvación, la paz, la esperanza y el amor están solamente en Cristo. Todos estamos convocados a ser sus manos y sus pies, es decir, a ser artífices de la paz, del amor, de la esperanza y de la alegría en medio de un mundo atizado por odios y guerras. Jesús nos llama y nos dice: ¡Ánimo! No tengáis miedo, yo estoy con vosotros.

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