jueves, 2 de julio de 2015

Decimocuarto domingo del tiempo ordinario

Ez 2,2-5: Son un pueblo rebelde y sabrán que hubo un profeta en medio de ellos.
2 Cor 12,7-10: Te hasta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad.
Mc 6,1-6: No desprecian a un profeta más que en su tierra.

Nuestras sociedades están sujetas a aceleradas y profundas transformaciones generadoras de crisis de todo tipo: sociales, políticas, económicas, éticas, morales y religiosas. Son, en suma, crisis de identidad y de sentido: no sabemos bien quiénes somos, qué queremos, a dónde vamos.
Por eso, en esta monumental maraña de dudas e incertidumbres, no puede extrañarnos la ausencia de auténticos profetas, es decir, de hombres comprometidos con la verdad y al servicio de ella. Hace tiempo lo denunció en una de sus canciones el cantautor Ricardo Cantalapiedra. Con fuerza y ritmo afirmaba: <<¿En dónde están los profetas, que en otros tiempos nos dieron las esperanzas y fuerzas para andar?>>.
Un día, un discípulo le preguntó a su maestro: <<Puedes decirme por qué escasean los profetas>>. El maestro se quedó pensativo, y al cabo de un breve espacio de tiempo contestó: <<Porque el mundo tiene miedo de la verdad>>. Más no se puede decir.
Las lecturas que hoy nos presenta la liturgia de la Iglesia para nuestra reflexión inciden sobradamente en el tema del profetismo. Ezequiel, San Pablo y Jesucristo son tres profetas que tienen que proclamar la verdad en medio de unas condiciones adversas. Ezequiel tiene la difícil tarea de denunciar al pueblo de Dios que se había olvidado del pacto, de la Alianza con el Señor, hasta incluso <<rebelarse>> contra el mismo Dios. San Pablo tiene que luchar contra sí mismo, porque un profeta que no es fiel a sí y a la verdad, a la que sirve, pierde toda credibilidad en el decir y en el hacer. Jesucristo, el profeta de Dios por excelencia, se enfrenta a la incomprensión, crítica y persecución de sus propios conciudadanos.
En los tres el tema es el mismo: el anuncio de la verdad es motivo de persecución, porque la verdad molesta, descubre las mentiras sobre las que tejen su vida, por una parte, los poderosos, esos corruptores del bien que tergiversan y manipulan las conciencias ajenas; por otra, todos los que se dejan llevar por la comodidad, por no complicarse la vida o por el miedo.
Este contexto es lo suficientemente desmotivador para justificar la sequía tan grande de profetas que padecemos. En el fondo, lo que subyace en esta crisis es, como tantas veces hemos señalado, la pérdida del sentido de Dios. Si entre los creyentes escasean los profetas es porque Dios nos importa cada vez menos. En nuestra escala de valores, lo hemos relegado a un segundo plano. El hedonismo, el materialismo, los afanes de la vida, están antes que Dios. No acabamos de creernos lo que hoy nos confiesa el apóstol San Pablo: <<Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad […]. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte>>.
Con todo, el oficio de profeta es difícil, tremendamente complicado. Por ello, casi todos los profetas aceptaban a regañadientes su vocación, dando coces contra el aguijón, rebelándose contra esa fuerza interior que, como acertadamente comenta Papini, los obligaba y los esclavizaba a <<decir a su tiempo contra su tiempo lo que Dios manda decir>>.
Una de las mayores quejas que los no creyentes formulan contra la Iglesia son sus incoherencias y falta de testimonio. Y, tienen su parte de razón. Hoy nos sobran bellos y elocuentes discursos y nos faltan buenas dosis de testimonio. Los creyentes estamos sobrados de buenas intenciones y carentes de firmes acciones.
El papa Juan Pablo II viene urgiendo reiteradamente a todo el mundo cristiano a una <<nueva evangelización>> o <<recristianización>> de nuestras sociedades. Esta renovación, nos dice el Papa, comienza <<dentro>> del corazón del creyente, y se continúa fuera. Tenemos que ser santos para santificar la sociedad. Tenemos que ser profetas  que descubren la fuerza en la debilidad. Dios tiene que ser el absoluto incondicional en nuestra vida. Su gracia debe ser la fuerza que nos transforma y el motor que nos impele a cambiar la realidad.
Vivir y servir a la verdad cuesta. Exige coherencia, honestidad, transparencia de vida. No es fácil ser profeta, pero aquí radica la sal y la luz de la vida cristiana. Un cristianismo sin profetismo es un sucedáneo, una mala imitación del seguimiento de Jesucristo, sin sabor y sin color.
Mis queridos amigos, como cristianos, nuestra vocación es la de profetas. Profetas de lo cotidiano, que aceptan la cruz de cada día porque se identifican totalmetne con Jesucristo y con su causa. Profetas de las pequeñas cosas, que saben descubrir la voluntad de Dios frente a los caprichos que nos atenazan y esclavizan. Profetas de la verdad del momento, que saben poner las cosas en su sitio, sin temor al <<qué dirán>> o al <<qué pensarán>>. Sólo así cambiaremos el mundo, <<de salvaje en humano; de humano en cristiano; y de cristiano en santo>>, como felizmente manifestó Pío XII.

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