viernes, 10 de julio de 2015

Decimoquinto domingo del tiempo ordinario

Am 7,12-15: Ve y profetiza a mi pueblo de Israel.
Ef 1,3-4: Dios nos eligió en la persona de Cristo antes de crear el mundo.
Mc 6,7-13: Los envió de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos.

Es estado anímico de todos los que realizamos una reflexión espiritual, posiblemente no es el más propicio y sereno debido al inmenso dolor que se sufre por los atentados terroristas. Con todo, asistidos por el Espíritu de Dios, dejamos que su fuerza penetre en nuestro corazón y su sabiduría ilumine nuestro entendimiento para saber discernir y juzgar con tino, como los hijos de la luz.
Es providencial que aparezca como primera lectura de hoy la del profeta Amós, un hombre que vivió en el siglo VIII a.C., y que hasta que Dios lo llama para proclamar la justicia a las naciones es un perfecto desconocido, un hombre oscuro. Nacido y criado en Técoa, un pueblecito a 9 km. de Belén, creció como uno de tantos y se dedicó a lo que la mayoría de sus conciudadanos realizaban: el pastoreo y el cultivo de higos. Pero un día lo llama Dios y le ordena que sea profeta, que predique la palabra divina, el mensaje de salvación a su pueblo. En un primer momento, Amós se disculpa y le dice a Dios que él no se siente ni preparado ni con fuerzas para desempeñar semejante cometido. Peor, como siempre sucede, nada ni nadie puede resistir la fuerza de Dios que dinamiza todo el ser del hombre. Amós acepta y se convierte en uno de los profetas que con más contundencia y claridad clama por la justicia, denunciando todo tipo de injusticia social y personal.
Siguiendo este hilo conductor, el Evangelio de hoy nos muestra cómo Jesucristo llama y envía de dos en dos a los Doce para que anuncien el Evangelio, es decir, que prediquen la redención, que curen, que salven. Este mensaje también es para nosotros, para todos los que participamos en esta celebración. Como nos dice San Pablo en la Carta a los Efesios, Dios <<nos ha elegido en la persona de Cristo para que fuésemos consagrados>>, es decir, enviados a dar testimonio de Jesucristo en el mundo entero.
Dadas las circunstancias en las que hoy nos encontramos, consternados por los atentados terroristas, es evidente que uno de los puntos clave del anuncio del Evangelio es la defensa de la vida y de los derechos humanos, inseparable de la construcción de la paz que emana de la lucha por la justicia.
La persona humana es dignísima en sí misma, porque ha sido creada por Dios a su imagen y semejanza. Por consiguiente, toda persona humana refleja en sí el rostro mismo de Dios. El maestro de letras y vida, Eckart, allá por el siglo XIV, comentaba que todos llevamos dentro de nosotros una <<estrellita de divinidad>>, porque hemos sido creados por Dios, y hemos sido redimidos por la sangre de Jesucristo, quien la ha derramado para salvar y curar lo que estaba perdido. Por tanto, todos los seres humanos, desde el más ignorante hasta el más depravado, somos imagen del Creador.
En la última reedición que del Catecismo Católico hizo Juan Pablo II, se dice que el hombre no puede convertirse en juez y verdugo para otros hombres. El único señor de la vida es Dios, y nada más que Dios. Cuando se practica el aborto; cuando se condena a muerte, cuando se mata a otra persona se atenta directamente contra los principios intrínsecos del Evangelio. Dios es un Dios de vivos, no de muertos.
Como cristianos, tenemos que ser firmes defensores de la vida, a la vez que condenamos enérgicamente todo tipo de crímenes, como son, entre otros, los derivados de los atentados terroristas. Pero esta condena, que es denuncia, hemos de hacerla desde la paz interior, sin rencores, sin odios, sin deseos de venganza. Aquí no cabe el <<ojo por ojo y diente por diente>>, sino la oración, la misericordia, el perdón, la defensa de la vida. Aquí sólo cabe trabajar intensa y denodadamente por la paz, la paz del corazón, la paz social, la paz de la reconciliación con todos y entre todos.
Mis queridos hermanos, profundicemos en estas realidades, sobre todo en la que se refeire al respeto a la dignidad de la persona humana, de toda persona humana, porque ha sido creada por Dios y redimida por la sangre del sagrado Cordero, el único que quita los pecados del mundo. Proclamemos la doctrina y defensa de la vida, de toda vida. Sólo Dios nos la ha dado y, por tanto, sólo Él tiene el derecho de quitárnosla.

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