viernes, 23 de octubre de 2015

Trigésimo domingo del tiempo ordinario

Jer 31,7-9: El Señor ha salvado a su pueblo.
Heb 5,1-6: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.
Mc 10,46-52: ¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le dijo: Maestro, que pueda ver.

La página del Evangelio de San Marcos que acabamos de proclamar es, posiblemente, una de las más bellas de los Evangelios. En el relato de la curación del ciego Bartimeo, San Marcos nos describe los trazos esenciales que configuran la vida cristiana, con sus luces y sus sombras. Una vida que tiene como trasfondo último la fe, en cuanto opción existencial por la causa de Jesucristo.
Bartimeo es el símbolo vivo de la confianza en el poder de Dios. <<Sabe>> que sólo Dios puede sanarlo, por eso grita, suplica, pide. Este convencimiento interior de Bartimeo en el poder de la gracia de Dios es la savia de toda la vida de fe, porque ¿cómo pedirle a dios la salvación, si no se cree que Dios puede concederla? Posiblemente esta seguridad en Dios es el condimento que con mayor frecuencia falta en la salsa de nuestra vida cristiana.
El hombre de la ciencia y de la técnica, en clara actitud prometeica, cree que lo puede todo, por eso prescinde de Dios por inservible. Lo malo es que los cristianos también nos hemos plegado a estas consignas, confiando más en los adelantos tecnológicos que en la misma gracia de Dios. <<Creemos>> ciegamente en el <<poder>> casi omnímodo de la tecnología. Ya, se dice en ambientes fuertemente secularizados, ha pasado el tiempo de los milagros. No hay más milagros que los que el hombre resuelve con su ciencia. Así, Dios queda silenciado, ocultado en el rincón de los cacharros olvidados por inútiles. ¿Para qué recurrir y seguir confiando en Dios?
Esta breve reflexión refleja ni más ni menos la situación que hoy viven muchos cristianos. Lo son más de nombre que de hecho. Por ello, hay que hablar más de un cristianismo sociológico, que de un cristianismo auténtico, serio y comprometido. De nada sirve que nuestras iglesias se llenen todos los domingos, si en el fondo Dios sigue siendo el gran ausente de la vida de muchos cristianos que viven en una permanente ceguera espiritual, confiando más en el poder de los hombres que en el poder de la Dios.
Por esta razón, no es extraño encontrarnos con tantos y tantos cristianos que permanecen anclados –como le sucede al principio a Bartimeo- en la cuneta de la vida. Viven en una permanente contradicción. Dicen creer y no creen; dicen amar y sólo se buscan a sí mismos. Dios está más lejos de ellos que lo que ellos mismos piensan.
De nuevo, como hemos visto en otras ocasiones, la estructura interna de la fe tiene dos polos bien definidos. Es un diálogo de amor, y por tanto de fidelidad y confianza, entre Dios y el hombre. Si uno de los dos falta, no hay fe; hay sucedáneos de la fe. Si falta Dios, objeto troncal de la fe, entonces aparecen los ídolos de la modernidad –dinero, poder, sexo, milagros de la técnica, eficacia-, que convierten la fe cristiana en fe pagana. Si el hombre no se da cuenta de su ceguera o no quiere salir de ella, ¿cómo puede invocar a Dios en el que, en el fondo, no cree?
Buen ejemplo podemos tomar hoy de Bartimeo. Se da cuenta de que está ciego, y este <<darse cuenta>> le descubre la oscuridad, es decir, el sin sentido y el absurdo de toda vida que se plantea al margen de Dios. Bartimeo reconoce que sólo Dios es la razón última de toda existencia. Por esta razón grita, suplica el milagro: <<Hijo de David, ten compasión de mí>>. Y lo más importante es que es un grito dado a contracorriente, lo cual demuestra la hondura del convencimiento íntimo de su confianza en Dios.
Es la nota que nos falta a muchos cristianos de hoy, que nos avergonzamos de confesar nuestra fe en público por temor al ridículo, a las críticas, al <<qué dirán>>. En un mundo mecanizado y computerizado, ¿cómo expresar públicamente nuestra seguridad en la gracia de Dios? Confesémoslo: nos hace falta una buena dosis de coraje, de valentía –la parresía que estremeció de pies a cabeza a los apóstoles, por la que se lanzaron a predicar a Jesucristo muerto y resucitado-, para enfrentarnos al coro de los que –como a Bartimeo- nos mandan callar en nombre de la falsa verdad última y absoluta de la ciencia.
Cuando el hombre pide a Dios un milagro, nunca queda defraudado. Dios no se hace el sordo, como han proclamado y proclaman todos los profetas de la desesperanza. Lo que sí hay que tener claro es qué clase de milagro se le pide a Dios. En este sentido, es muy instructiva la actuación de Bartimeo. Va a lo esencial: <<Señor, que vea>>. No se entretiene en pedir, como nos sucede la mayor parte de las veces, cosas superfluas, accidentales. <<Ver>> es darnos cuenta, percibir el valor, ir a lo esencial. Como decía el Principito, <<lo más importante no se ve con los ojos del cuerpo, sino que se percibe con el corazón>>.
<<Ver>> es saber que no hay, ni puede haber nada más grande que el amor de Dios. Por eso, una vez descubierto esto, la consecuencia lógica es venderlo todo –como le hombre de la parábola del tesoro y la perla fina- y de quedarse sólo con Dios. Un aldabonazo en nuestra conciencia de creyentes, servidora de tantos ídolos y esclava de tantos amos, que nos impiden ver la luz y captar el valor insondable de lo verdaderamente importante: que <<sólo Dios basta>>, como decía Santa Teresa de Jesús.
En esta opción del hombre por Dios, Dios también apuesta por el hombre, <<cree>> en el hombre. Éste es el milagro que no vemos, pero que se realiza día a día .Por eso, mis queridos hermanos, el mejor regalo que la Iglesia puede ofrecer al hombre de hoy es el de transmitirle fielmente el <<acto de fe>> que Dios hace en él. Será como colocare en la entraña misma de su alma una fuerza que le empuje a una vida diferente y más exaltante que la que le ofrecen los conformismos de moda. Descubriendo el propio valor, el hombre descubrirá también la propia responsabilidad y la necesaria solidaridad con todos aquellos que son objeto de la misma de fe Dios que él. Será como colocarle en la entraña misma de su alma una fuerza que le empuje a una vida diferente y más exaltante que la que ofrecen los conformismos de moda. Descubriendo el propio valor, el hombre descubrirá también la propia responsabilidad y la necesaria solidaridad con todos aquellos que son objeto de la misma fe de Dios que él. La profundidad, la extensión y la anchura de cada existencia individual se revelarán juntas y la visión del mundo que resultará será más objetiva y prometedora que la propuesta por convencionalismos y usos de origen incierto y doctrinas de gentes consideradas doctas que, en el fondo, creen menos en el hombre de cuanto a veces proclaman.

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