viernes, 9 de octubre de 2015

Vigésimo octavo domingo del tiempo ordinario

Sab 7,7-11: En comparación con la sabiduría, tuve en nada las riquezas.
Heb 4,12-13: La Palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo.
Mc 10,17-30: Vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres y sígueme.

Siempre me ha impresionado esta página del Evangelio de San Marcos, en la que Jesucristo, una vez más, nos urge a la radicalidad en el seguimiento; es decir nos apremia a ser cristianos coherentes y, en consecuencia, a vivir con dignidad y honradez nuestra fe, testimoniándola con nuestras buenas obras. Por tanto, no es una página que hable únicamente del seguimiento de Jesús en un sentido estricto, es decir, de la vocación sacerdotal o religiosa. El seguimiento que aquí se propone es general. Afecta a todos los cristianos, porque todos estamos llamados a la santidad, cada cual desempeñando la misión y el puesto que el Señor le haya designado.
Tradicionalmente se hacía una distinción casi abismal entre clérigos y laicos. Aquéllos tenían la obligación de ser santos; éstos no. Aquéllos tenían que llevar una vida exigente y dura, en sintonía con el Evangelio; los laicos, en cambio, podían compatibilizar sus exigencias cristianas con los deberes y los placeres seculares. En el fondo, esta mentalidad encerraba un arraigado clasismo eclesial, propiciado, en buena medida, por dos factores: un acentuado clericalismo, que libraba a los laicos de las responsabilidades eclesiales, incluidas las de testimoniar la fe, y una pasividad laical que no se interesaba por definir su identidad cristiana. Por eso, era frecuente oír de labios de laicos frases como ésta: <<Padre, rece por mí y por mi familia, porque usted está más cerca de Dios que yo>>. En síntesis, había cristianos de primera, de segunda y hasta de tercera clase.
El Concilio Vaticano II dio carpetazo a esta discriminación sin fundamentos. Como bien dice en su Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, todos los bautizados formamos un solo pueblo: el Pueblo de Dios. Todos tenemos nuestras responsabilidades, nuestros deberes y derechos, cada cual los suyos, pero nadie es más que nadie, ni se le exige más que a nadie.
El sacramento del bautismo nos consagra a todos como cristianos de pleno derecho y, por tanto, todos tenemos unas exigencias y unos compromisos comunes: ser testigos fieles de la muerte y resurrección de Jesucristo. Diferente es el modo, la forma de realizar dichas exigencias. En otras palabras, sólo existe una vocación: la de ser hijos de Dios, que se plasma en las <<vocaciones de vida>> cristiana: el sacerdocio, la vida religiosa, el laicado. Ni el sacerdote, por el hecho de ser sacerdote, tiene que dar más testimonio de vida que el laico, ni éste, por el hecho de desarrollar su vida en la secularidad del mundo, está exento de ser apóstol vivo de su fe. El sacerdote como sacerdote y el laico como laico han recibido el mandato de Jesucristo de ser sus testigos.
Pero en el Evangelio que hoy hemos proclamado hay también otro mensaje, que es una extensión del anterior. Un mensaje que tiene que ver mucho con nuestra vida cristiana. El joven rico se acerca a Jesús con una intención bien clara: autojustificarse y autojustificar su vida. La pregunta que realiza al Señor: <<¿Qué haré para heredar la vida eterna?>>, no es una pregunta abierta y sincera, que busca por todos los medios encontrar la verdad. El joven rico sabía ya de antemano lo que tenía que hacer. Todo buen judío tenía presente en su corazón y en su vida la ley mosaica: <<No matarás, no cometerás adultero, no robarás, no darás falso -testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre>> (Dt 5,17-21). La pregunta es capciosa: quiere que Jesús le confirme que es bueno por cumplir a rajatabla la ley y, por tanto, que tiene derecho a la vida eterna. Por eso, cuando Jesús le recuerda la ley, el joven rico responde: <<Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño>>.
Es el eterno pecado del fariseísmo de siempre, del que no somos ajenos los cristianos. También a nosotros nos asalta la tentación de la autojustificación de la vida. Nos creemos buenos cristianos y amados de Dios porque cumplimos con todos los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia. Creemos que somos verdaderos cristianos por el sólo hecho de ir a misa todos los domingos. Pensamos que tenemos ganada la vida eterna por vivir un cristianismo cargado de buenas intenciones. Pero esto, como le sucede al joven rico del Evangelio de hoy, es radicalmente insuficiente. Es sólo el primer paso. La vida cristiana es un constante ir subiendo peldaños, cada vez más exigentes, con mayor renuncia y entrega. Jesucristo mira al joven rico y le dice: <<Una cosa te falta: vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres y luego sígueme>>. En otras palabras, mientras Dios no sea el absoluto de nuestra vida, nuestro corazón tendrá un ojo puesto en Dios y otro en los afanes, riquezas y honores de la vida.
La vida cristiana, que esencialmente es comprometerse con la causa de Jesús y el Evangelio, es un camino que implica una opción seria, decidida, permanente. Es una opción en la que tenemos que decidir si amamos a Dios o al dinero; si queremos vivir como cristianos comprometidos o cristianos sin color ni sabor. O ser o tener. No caben soluciones intermedias, a las que, por otra parte, estamos muy acostumbrados los humanos. Quizás la peor de todas las posturas es no darse por enterados: vivimos tranquilos con lo que somos y hacemos, sin cuestionarnos ni dejarnos interpelar por la Palabra de Dios. Por eso, no tenemos escrúpulo alguno en casar a Dios con nuestros dioses particulares: las cosas, el dinero, los cargos, el hedonismo, la insensibilidad ante los problemas sociales y mundiales que nos acucian, una vida cómoda, anclada en el más sórdido materialismo. Cuando, como al joven rico de hoy, la Palabra de Dios nos pone contra la espada y la pared, entonces quedan al descubierto nuestras verdaderas intenciones y no tenemos más remedio que decidirnos. <<Dios –como bien decía Hans Küng- no es ese vejete bondadoso de barbas blancas, que no compromete, ni exige nada>>.
Y una última lección: las cosas no salvan. El hombre no puede salvar al hombre. Sólo Dios puede salvarnos. Las cosas no llenan ni dan el sentido del a vida; sólo Dios es sentido último y respuesta. Quien, como el joven rico, cree que su <<dinero>> puede salvarlo se equivoca; <<le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios>>. El peligro de las riquezas es que atraen en demasía y nos esclavizan férreamente, hasta el punto de dar la vida por ellas, como si de un dios se tratase. El dinero, las cosas, los bienes materiales en general, son buenos como medios, nunca como fin en sí mismo. Medios para hacer el bien, para elevar la dignidad de las personas que viven en los umbrales últimos de la pobreza, en la más solemne miseria, que pasan hambre, que son explotados y humillados. Si nuestra vida no es una vida <<para>> los demás, entonces la hemos malogrado: <<El que quiera salvar su vida, la perderá; el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la encontrará>> (Lc 9,24).
Jesucristo nos invita a que lo sigamos. Nos pide que demos y que nos demos; que seamos desprendidos y generosos; que nos entreguemos a los demás, siempre y en todo momento, porque no hay vacaciones de ser cristiano. Ésta es una llamada que todos recibimos y, por tanto, que todos debemos secundar.

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