miércoles, 2 de diciembre de 2015

Segundo domingo de Adviento

Bar 5,1-9: Dios guiará a Israel a la luz de su gloria.
Flp 1 4-6.8-11: Manteneos limpios e irreprochables para el día de Cristo.
Lc 3,1-6: Preparad el camino del Señor.

Qué bellos y hermosos textos litúrgicos los que nuestra Madre la Iglesia ha escogido para nuestra reflexión y vida cristiana en este segundo domingo de Adviento. Tanto el profeta Baruc, como el apóstol San Pablo, como el evangelista San Lucas nos centran en el eje axial que recorre y da sentido a todo el Adviento: la salvación que Dios prometió a la humanidad se ha realizado en Jesucristo.
La lectura del profeta Baruc es rebosante, gozosa: <<revestíos con vuestras mejores galas, poneos diademas sobre las cabezas, adornaos, enjoyaos, porque vuestra salvación, vuestro prestigio y vuestra gloria ante el mundo son grandes>>. Este mensaje es claramente alusivo, proféticamente hablando, a la gran obra de la salvación operada por Dios en la historia por medio de Jesucristo.
Pero el protagonista de este segundo domingo de Adviento es San Juan Bautista, un personaje misterioso de quien Jesús dice que no hay ninguno nacido de mujer mayor que Juan.
Juan el Bautista perteneció probablemente a los esenios, una especie de orden religioso-monástica que vivía en Qumrán, a orillas del mar Muerto. Esta orden era una elite creyente en el mensaje de Dios, y tenía la intuición plena y la confianza revelada de que el Mesías estaba al llegar. Juan el Bautista, revestido de un modo ascético y austero, viviendo en medio del desierto y practicando un bautismo de conversión, hizo patente esta confianza mesiánica.
Observad que en el texto de San Lucas hay una intuición plena y la confianza revelada de que en el texto de San Lucas hay una intuición descriptivo-histórica que tiene un gran mensaje para todos nosotros. En efecto, el hecho de que San Lucas se esfuerce en decirnos quién reina en Abilene, quién en Galilea, quién en Palestina, quién en Roma, no tiene otro sentido que hacernos ver cómo el pueblo de Dios, sojuzgado y oprimido por el poder romano, va a ser liberado.
Pero no va a ser una liberación al modo humano, sino al modo de Dios; no va a ser una liberación política, sino una liberación plena, integral, de la persona toda, tanto en su dimensión física, como espiritual. Esta liberación sólo está en Cristo Jesús, y llega al hombre por el camino de la aceptación en su vida de los valores evangélicos, según vimos el domingo pasado. Una liberación que, como nos manifiesta San Lucas, ya constató el profeta Isaías: <<Y todos verán la salvación de Dios>>.
Juan el Bautista predica un bautismo de conversión, como único camino para aceptar la salvación que nos trae Jesucristo. Juan predica en un lugar del río Jordán, en la entrada por Jordania más próxima a Jericó, donde todo el valle del Jordán es verdaderamente accidentado. Este lugar le sirve de inspiración, y hace un perfecto paralelismo entre la orografía escabrosa del valle y los múltiples escollos del espíritu humano.
Del mismo modo que el camino más recto y llano supone una labor intensa de rebajos de los promontorios y de relleno de los valles, así también la vida del espíritu. Es necesario que en nuestro ser interior hagamos esta profunda reforma de valores, esta conversión al Evangelio para, así, dando unidad y coherencia a nuestro ser y quehacer, ir al encuentro del Señor.
¿Cuántas cosas hay en nosotros bien ordenadas? ¿Cuántas están desordenadas? ¿Cuántos baches interiores tenemos? ¿Cuántos altozanos elevados de soberbia, engreimiento, vanidad, egoísmo y prepotencia nos atenazan y configuran nuestra propia impronta personal? Cuando analizamos nuestra conciencia, cada cual en el hontanar de su existir, sabe que aún no está a propósito para Dios. Y es que, si nos fijamos abiertamente, en nuestra vida nos damos cuenta de cuán retorcidos y complicados somos, porque carecemos de una buena dosis de humildad y sencillez.
Aquellos que continuamente forman parte de nuestro entorno personal, familia y amigos, nos podrían acusar y decir: <<En algunas cosas no eres claro. Clarifícate>>. En otras palabras, quienes más nos quieren nos están invitando un día sí y otro también a la conversión.
En su Carta a los judíos que vivían en Filipos, ciudad romana, San Pablo les exhorta a vivir en la alegría cristiana, centrada en Cristo, y que se manifiesta en el afecto, la unión y amor de la comunidad, donde está desterrada toda rivalidad y orgullo. Pero, a la vez que les exhorta, también les felicita porque no sólo han aceptado los valores del Reino; porque no sólo son creyentes; porque no sólo se han convertido a Jesucristo, sino que, además, van de <<perfección en perfección>>, como expresión de la santidad que viven y quieren vivir.
¡Qué gran mensaje para todos nosotros! En bastantes ocasiones, satisfechos con nuestro status quo de cristianos de bien, dormitamos. Y por ello, con muchísima frecuencia decimos: <<Yo sigo a Jesucristo. Soy un cristiano de toda la vida. Tengo una conducta ordenada. Ni robo, ni mato, ni hago mal a nadie, y, en consecuencia, aquí me quedo>>.
Pero, ¿es esto lo que nos dice San Pablo? De ningún modo. La invitación del apóstol es una invitación a una superación y perfeccionamiento constantes, a un ser más, hasta que lleguemos al último día en que comparezcamos todos ante el supremo Juez con una vida irreprensible e irreprochable. Qué hermoso eslogan como conducta de vida para el Adviento. Una vida irreprensible e irreprochable hasta la venida del Señor.
Una de las tareas más apremiantes que tenemos como cristianos es armonizar –encarnar- los valores del Evangelio, en los cuales estamos y crecemos, y para los cuales vivimos, con el realismo de la vida. Y no es fácil, os lo aseguro. Dos tentaciones constantes nos asaltan: o el espiritualismo, también llamado angelismo; o el materialismo, también llamado humanismo a secas.
Hay cristianos desenraizados que luchan por los compromisos espirituales que nos propone el Evangelio sólo desde la dimensión espiritual, sin tener en cuenta a las personas concretas con los problemas concretos que la vida depara cada día. Es una postura angelical, porque miran tanto al culo que se olvidan de la tierra. Estos cristianos tan místicos, tan endiosados, tan divinizados, pensando en <<su más allá>> dejan el <<más acá>> como entretenimiento a cuatro personas superficiales que lo malogran y desordenan.
Otros toman el camino diametralmente opuesto a las anteriores consideraciones. Se afanan tanto por las cosas temporales de este siglo (cf. Gaudium et spes, 42), que se olvidan del orden trascendente y, en consecuencia, se olvidan de Dios.
La salvación integral, operada por Dios en la historia, implica la asunción de ambas perspectivas en la vida cristiana, sin fisuras ni extrapolaciones. Nuestra mente y nuestro corazón han de estar puestos en el <<más allá>>, que anhelamos por el camino de la santidad y de la perfección crecientes, y, al mismo tiempo, con el ojo izquierdo viendo de rebote cuanto acontece en este siglo, en este año, en este mundo, en este contexto de España que nos ha tocado vivir, en esta Córdoba nuestra. ¿Acaso a los cristianos y católicos cordobeses no nos falta la unión para ser la gran réplica a tantas cosas como vemos desordenadas en nuestra ciudad y dejar de ser la gran cofradía de los ausentes del mundo?
Estamos en Adviento, tiempo de asimilación de los valores evangélicos más profundos, de los compromisos personales con Cristo. Pero ¡ojo!, Cristo no tiene rostro. El rostro de Cristo es el del hermano, el de la solidaridad, el de la caridad. En suma, el rostro del amor. Quien dice que ama a Dios a quien no ve, y no ama a su hermano a quien ve, miente (cf. 1 Jn 4,20).
Que este segundo domingo de Adviento marque en nosotros la enseña que el apóstol San Pablo descubre en los creyentes de Filipos: el camino constante de la perfección cristiana. Creced y creced cada día más, y ser más perfectos en la convivencia profunda, en el enraizamiento profundo de los valores evangélicos. Creced en el corazón, residencia del espíritu, silencio de Dios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario