viernes, 18 de diciembre de 2015

Cuarto domingo de Adviento

Miq 5,2-5: De ti saldrá el jefe de Israel.
Hbr 10,5-10: Aquí estoy para hacer tu voluntad.
Lc 1,39-41: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!

En este último domingo de Adviento la Virgen María es, una vez más, la protagonista de nuestra celebración litúrgica. Dos han sido los prototipos que la Iglesia nos ha presentado en este tiempo preparatorio para la venida del Señor: Juan el Bautista y la virgen María. Aquél abriendo el Adviento, ésta cerrándolo. Juan a caballo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, precediendo al Salvador, María, inserta vital y existencialmente en el Nuevo Testamento, plenitud de los tiempos (cf. Gál 4,4-5), dando a luz a quien es la luz, el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14,16).
Las lecturas de este cuarto y último domingo de Adviento se centran, como ya hemos apuntado, en la figura de la Madre del Salvador.
En efecto, la Virgen María, proféticamente bosquejada en el Antiguo Testamento, como bien nos indica el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 54), es, en palabras del profeta Miqueas, la <<madre>> que dará a luz, la personalización de Belén de la que <<saldrá el jefe de Israel>>.
En la Carta a los Hebreos es importante conectar lo que dice de Cristo con lo que fue norma de vida para la Virgen. Cristo nos salva cumpliendo la voluntad del Padre, por ello exclama: Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad>>. Hacer –cumplir- la voluntad de Dios es también el corazón de la vida de fe de la Virgen María. Su fiat (hágase) es el principio de la fidelidad y de la entrega generosa a Dios. Es el principio y la renovación constante de su fe, motivo del Evangelio de hoy.
La visitación de María a su prima Isabel es una escena hermosa, cargada de intimidad y cariño. En ella, el evangelista San Lucas nos presenta a María como la primera creyente en Jesucristo y en su plan de salvación, a la vez que como la primera discípula y misionera de esa salvación.
Es una escena que con cierta frecuencia se lee muy de pasada, por ello las interpretaciones que se hacen son poco profundas y poco acertadas. Normalmente vemos en esta escena un puro acto de piedad que la Virgen hizo con su prima Isabel, quien siendo ya anciana, se encontraba en estado de seis meses. Esto es verdad, pero es sólo la periferia del mensaje de la Visitación. El centro no es otro que la fe de María, celebrada por su prima Isabel: <<¡Dichosa tú que me has creído!>>; y porque ha creído, se ha fiado y ha aceptado la voluntad de Dios en su vida, quien se encarnó en el seno de María. Esta excelencia hace que María sea <<bendita entre las mujeres>>, es decir, la más bendita de todas las mujeres.
Es esta fe la que convierte a la Virgen María en discípula y misionera del Evangelio. María visita a su prima con la alegría de manifestar lo que llevaba y sentía en su corazón: la grandeza, la misericordia y la salvación de Dios. Por ello, Isabel, que había convivido con lo divino en un alto grado de intimidad, abraza a María y prorrumpe en himnos de alabanzas y de júbilos: <<¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!>> Es el gozo que produce la salvación de Dios, encarnada en María y comunicada por ésta a su prima. Es el gozo que produce saber que Dios es fiel y que siempre cumple sus promesas. Es el gozo, en fin, que brota de la confianza en la Palabra del Señor, que vendría a salvar a su pueblo. María es dichosa, bendita y feliz, porque siempre se fio de la promesa que Dios hizo a su pueblo, eligiéndola a ella para ser la Madre del Redentor, cumplimiento, palabra y salvación misma de Dios.
El Concilio Vaticano II al hablar de la fe de la Virgen María tiene un párrafo maravilloso, que por sí solo constituye todo un tema de reflexión. En la constitución Lumen gentium, expresa: <<La Bienaventurada Virgen María avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz>> (58).
Dos notas esenciales se contienen en esta declaración conciliar. Por una parte, la madurez de la fe de la Virgen María, por otra, la fidelidad como respuesta a las exigencias de la fe. Ambas realidades se exigen mutuamente, porque se madura en al fe en la medida en que se es fiel a ella, en todo momento y circunstancias; y, a la inversa, la misma madurez en la fe fortalece también la fidelidad a ella.
Cuando hablamos o pensamos en la Virgen María, quizá caigamos en la fácil tentación de creer que ella, por su especial proximidad y relación con Dios, no tuvo qu pasar por los avatares que a todo ser humano nos plantea la vida de fe y su maduración. Esta forma de pensar, ingenua e idealista, vacía de sentido la realidad. Lo primero que hemos de tener claro es que María, a pesar de su cercanía y amistad singular con Dios, no dejó nunca de ser humana; tan humana como vosotros o como yo. Es la fina apreciación, una vez más del Concilio: <<Pero a la vez está unida [María], en la estirpe de Adán, con todos los hombres que necesitan de la salvación>> (Lumen gentium, 53); <<Así María, hija de Adán>> (Lumen gentium, 56). Y porque fue humana, de carne y hueso, por eso, precisamente, puede ser y es nuestro modelo. Porque un modelo lejano, inalcanzable, no nos sirve; se convierte en una bella utopía desgajada de la realidad. La fe necesita ser vivida en toda su existencialidad para ser comunicada y transmitida a los demás. La experiencia de fe de la Virgen María es el mejor modelo que tenemos los creyentes en Jesucristo como expresión de la vida de fe cristiana, porque ella –como nosotros- pasó por todas las dificultades existenciales a que está sometida toda fe auténtica que se precie de ser tal, hasta que llegue a su plena madurez en el encuentro definitivo con Dios. Quizá, la única diferencia entre la Virgen y nosotros radique en el hecho de que Ella supo mantenerse siempre firme y fiel a Dios, por la especial benevolencia de Dios hacia su Madre en orden a la misión que le encomendó.
María, como persona humana, tuvo que ir haciendo el largo camino de la fe, <<peregrina de la fe>>. Y la fe nos pone en situaciones difíciles, oscuras, humanamente incomprensibles. Ella tuvo que vivir esa misma realidad, porque sólo así la fe llega a madurar y a hacerse adulta. La cruz, como fundamento del seguimiento de Jesús no estuvo ausente de la vida de María. La declaración del Concilio, como hemos visto, es fina y acertada: <<Mantuvo fielmente la unión con su hijo hasta la cruz>>, como recordando aquella sentencia de Jesús: <<Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz de cada día, y sígame>> (Lc 9,23). María, al asumir la causa de Jesús como tarea y como misión, fue identificándose poco a poco con la cruz del seguimiento.
Mis queridos hermanos, amigos todos, finalizo estas bellas consideraciones sobre la Virgen María con unas hermosas palabras de Helder Cámara, obispo de Recife (Brasil), cuando nos hablaba del proceso de libertad, exento de odios, luchas y rivalidades, que María sintetiza en el Magnificat: <<¿Qué hay en ti? ¿Qué hay en tus palabras? ¿Qué hay en tu voz cuando anuncias la humillación de los poderosos y la elevación de los humildes, la saciedad de los que tienen hambre y el desmayo de los ricos? ¿Qué hay en ti que nadie se atreve a llamarte revolucionaria, ni a mirarte con sospecha? En ti hay amor, paz, cariño, cercanía. Préstanos tu voz y canta con nosotros y ayúdanos a que vivamos y cantemos el Magníficat>>.
No hay modo mejor de prepararnos para el nacimiento del Hijo de Dios que estar muy unidos a María, imitándola en el crecimiento de la fe y siendo constantes y fieles a Dios; amando a los pobres, haciendo obras de misericordia y alegrándonos porque, como a la Virgen María, también a nosotros dios nos está mirando y nos está inundando con la plenitud de su gracia. Esto nos permite vivir con la radicalidad, gozo y paz, la novedad de la salvación de Dios que se ha encarnado en la historia, por medio del seno de María, Madre del Redentor y Madre nuestra.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Segundo domingo de Adviento

Bar 5,1-9: Dios guiará a Israel a la luz de su gloria.
Flp 1 4-6.8-11: Manteneos limpios e irreprochables para el día de Cristo.
Lc 3,1-6: Preparad el camino del Señor.

Qué bellos y hermosos textos litúrgicos los que nuestra Madre la Iglesia ha escogido para nuestra reflexión y vida cristiana en este segundo domingo de Adviento. Tanto el profeta Baruc, como el apóstol San Pablo, como el evangelista San Lucas nos centran en el eje axial que recorre y da sentido a todo el Adviento: la salvación que Dios prometió a la humanidad se ha realizado en Jesucristo.
La lectura del profeta Baruc es rebosante, gozosa: <<revestíos con vuestras mejores galas, poneos diademas sobre las cabezas, adornaos, enjoyaos, porque vuestra salvación, vuestro prestigio y vuestra gloria ante el mundo son grandes>>. Este mensaje es claramente alusivo, proféticamente hablando, a la gran obra de la salvación operada por Dios en la historia por medio de Jesucristo.
Pero el protagonista de este segundo domingo de Adviento es San Juan Bautista, un personaje misterioso de quien Jesús dice que no hay ninguno nacido de mujer mayor que Juan.
Juan el Bautista perteneció probablemente a los esenios, una especie de orden religioso-monástica que vivía en Qumrán, a orillas del mar Muerto. Esta orden era una elite creyente en el mensaje de Dios, y tenía la intuición plena y la confianza revelada de que el Mesías estaba al llegar. Juan el Bautista, revestido de un modo ascético y austero, viviendo en medio del desierto y practicando un bautismo de conversión, hizo patente esta confianza mesiánica.
Observad que en el texto de San Lucas hay una intuición plena y la confianza revelada de que en el texto de San Lucas hay una intuición descriptivo-histórica que tiene un gran mensaje para todos nosotros. En efecto, el hecho de que San Lucas se esfuerce en decirnos quién reina en Abilene, quién en Galilea, quién en Palestina, quién en Roma, no tiene otro sentido que hacernos ver cómo el pueblo de Dios, sojuzgado y oprimido por el poder romano, va a ser liberado.
Pero no va a ser una liberación al modo humano, sino al modo de Dios; no va a ser una liberación política, sino una liberación plena, integral, de la persona toda, tanto en su dimensión física, como espiritual. Esta liberación sólo está en Cristo Jesús, y llega al hombre por el camino de la aceptación en su vida de los valores evangélicos, según vimos el domingo pasado. Una liberación que, como nos manifiesta San Lucas, ya constató el profeta Isaías: <<Y todos verán la salvación de Dios>>.
Juan el Bautista predica un bautismo de conversión, como único camino para aceptar la salvación que nos trae Jesucristo. Juan predica en un lugar del río Jordán, en la entrada por Jordania más próxima a Jericó, donde todo el valle del Jordán es verdaderamente accidentado. Este lugar le sirve de inspiración, y hace un perfecto paralelismo entre la orografía escabrosa del valle y los múltiples escollos del espíritu humano.
Del mismo modo que el camino más recto y llano supone una labor intensa de rebajos de los promontorios y de relleno de los valles, así también la vida del espíritu. Es necesario que en nuestro ser interior hagamos esta profunda reforma de valores, esta conversión al Evangelio para, así, dando unidad y coherencia a nuestro ser y quehacer, ir al encuentro del Señor.
¿Cuántas cosas hay en nosotros bien ordenadas? ¿Cuántas están desordenadas? ¿Cuántos baches interiores tenemos? ¿Cuántos altozanos elevados de soberbia, engreimiento, vanidad, egoísmo y prepotencia nos atenazan y configuran nuestra propia impronta personal? Cuando analizamos nuestra conciencia, cada cual en el hontanar de su existir, sabe que aún no está a propósito para Dios. Y es que, si nos fijamos abiertamente, en nuestra vida nos damos cuenta de cuán retorcidos y complicados somos, porque carecemos de una buena dosis de humildad y sencillez.
Aquellos que continuamente forman parte de nuestro entorno personal, familia y amigos, nos podrían acusar y decir: <<En algunas cosas no eres claro. Clarifícate>>. En otras palabras, quienes más nos quieren nos están invitando un día sí y otro también a la conversión.
En su Carta a los judíos que vivían en Filipos, ciudad romana, San Pablo les exhorta a vivir en la alegría cristiana, centrada en Cristo, y que se manifiesta en el afecto, la unión y amor de la comunidad, donde está desterrada toda rivalidad y orgullo. Pero, a la vez que les exhorta, también les felicita porque no sólo han aceptado los valores del Reino; porque no sólo son creyentes; porque no sólo se han convertido a Jesucristo, sino que, además, van de <<perfección en perfección>>, como expresión de la santidad que viven y quieren vivir.
¡Qué gran mensaje para todos nosotros! En bastantes ocasiones, satisfechos con nuestro status quo de cristianos de bien, dormitamos. Y por ello, con muchísima frecuencia decimos: <<Yo sigo a Jesucristo. Soy un cristiano de toda la vida. Tengo una conducta ordenada. Ni robo, ni mato, ni hago mal a nadie, y, en consecuencia, aquí me quedo>>.
Pero, ¿es esto lo que nos dice San Pablo? De ningún modo. La invitación del apóstol es una invitación a una superación y perfeccionamiento constantes, a un ser más, hasta que lleguemos al último día en que comparezcamos todos ante el supremo Juez con una vida irreprensible e irreprochable. Qué hermoso eslogan como conducta de vida para el Adviento. Una vida irreprensible e irreprochable hasta la venida del Señor.
Una de las tareas más apremiantes que tenemos como cristianos es armonizar –encarnar- los valores del Evangelio, en los cuales estamos y crecemos, y para los cuales vivimos, con el realismo de la vida. Y no es fácil, os lo aseguro. Dos tentaciones constantes nos asaltan: o el espiritualismo, también llamado angelismo; o el materialismo, también llamado humanismo a secas.
Hay cristianos desenraizados que luchan por los compromisos espirituales que nos propone el Evangelio sólo desde la dimensión espiritual, sin tener en cuenta a las personas concretas con los problemas concretos que la vida depara cada día. Es una postura angelical, porque miran tanto al culo que se olvidan de la tierra. Estos cristianos tan místicos, tan endiosados, tan divinizados, pensando en <<su más allá>> dejan el <<más acá>> como entretenimiento a cuatro personas superficiales que lo malogran y desordenan.
Otros toman el camino diametralmente opuesto a las anteriores consideraciones. Se afanan tanto por las cosas temporales de este siglo (cf. Gaudium et spes, 42), que se olvidan del orden trascendente y, en consecuencia, se olvidan de Dios.
La salvación integral, operada por Dios en la historia, implica la asunción de ambas perspectivas en la vida cristiana, sin fisuras ni extrapolaciones. Nuestra mente y nuestro corazón han de estar puestos en el <<más allá>>, que anhelamos por el camino de la santidad y de la perfección crecientes, y, al mismo tiempo, con el ojo izquierdo viendo de rebote cuanto acontece en este siglo, en este año, en este mundo, en este contexto de España que nos ha tocado vivir, en esta Córdoba nuestra. ¿Acaso a los cristianos y católicos cordobeses no nos falta la unión para ser la gran réplica a tantas cosas como vemos desordenadas en nuestra ciudad y dejar de ser la gran cofradía de los ausentes del mundo?
Estamos en Adviento, tiempo de asimilación de los valores evangélicos más profundos, de los compromisos personales con Cristo. Pero ¡ojo!, Cristo no tiene rostro. El rostro de Cristo es el del hermano, el de la solidaridad, el de la caridad. En suma, el rostro del amor. Quien dice que ama a Dios a quien no ve, y no ama a su hermano a quien ve, miente (cf. 1 Jn 4,20).
Que este segundo domingo de Adviento marque en nosotros la enseña que el apóstol San Pablo descubre en los creyentes de Filipos: el camino constante de la perfección cristiana. Creced y creced cada día más, y ser más perfectos en la convivencia profunda, en el enraizamiento profundo de los valores evangélicos. Creced en el corazón, residencia del espíritu, silencio de Dios.