viernes, 22 de enero de 2016

Tercer domingo del tiempo ordinario

Neh 8,2-6: El gozo en el Señor es vuestra fortaleza. 
1 Cor 12,12-30: Hemos sido bautizados en un mismo espíritu para formar un solo cuerpo. 
Le 1,1-4.4,14-21: El Espíritu del Señor está sobre mí.

El texto del Evangelio de San Lucas que hoy nos presenta la Iglesia está constituido por dos capítulos yuxtapuestos. Uno es la introducción al Evangelio lucano, hecha por el mismo San Lucas; el otro alude a los inicios de la vida pública de Jesús, que se circunscriben a su región de origen, Galilea, y a su pueblo natal, Nazaret. Unos inicios que, como ya vimos el domingo pasado en el relato evangélico sobre las bodas de Caná, ponen de manifiesto la grandeza del Redentor y la novedad de su misión salvadora.
Jesús se manifiesta como el Ungido, el enviado de Dios para proclamar el Reino de Dios y su justicia, la salvación real de Dios al hombre. Esta salvación, entendida también como liberación, es integral: abarca a todo el hombre y a todos los hombres. Abarca a todo el hombre, tanto en su dimensión corporal como en su dimensión espiritual, porque el hombre, ni es sólo materia, ni es sólo espíritu. El hombre es la unidad cuerpo-espíritu. El cuerpo es la ventana por donde el espíritu asoma al mundo; el espíritu ennoblece y humaniza el cuerpo, y por ello el ser humano es imagen y reflejo de Dios.
Esto nos está invitando a desterrar de nuestro horizonte cristiano todo tipo de visiones parciales de la salvación que Jesús anuncia y encarna. Dios, ni salva sólo el cuerpo, ni salva sólo el espíritu; salva al hombre entero, de los pies a la cabeza. La salvación es, pues, tanto material como espiritual, ambas al alimón. Por eso, Jesús, lo mismo cura las dolencias físicas que perdona los pecados (cf. Mc 2,1-12).
Quienes convierten la salvación de Dios en una más de las ofertas políticas que tanto proliferan en el mundo actual, en el fondo lo que quieren es salvar al hombre al margen de Dios, sin contar con Dios. El resultado no puede ser otro que un doloroso y estrepitoso fracaso. El hombre, herido desde la raíz por el pecado, es incapaz de salvación. Por su parte, quienes convierten la salvación de Dios en la sola salvación del alma mutilan desde su raíz la salvación misma de Dios, convirtiéndola en un instrumento más de alienación humana.
El Evangelio de hoy es muy claro: Dar la Buena Noticia a los pobres; anunciar a los cautivos la libertad; y a los ciegos, la vista; dar libertad a los oprimidos. La pobreza, la cautividad, la ceguera, de que nos libera Jesucristo, son tanto materiales como espirituales. La evangelización, tarea a la que por vocación estamos llamados todos los cristianos, conlleva el Reino de Dios y su justicia, como ya hemos anotado; trabajar por unas estructuras sociales justas y dignas, en las que todos los hombres se sientan respetados y engrandecidos en su dignidad de personas. Pero evangelizar conlleva también otro tipo de liberación muy olvidado en las sociedades actuales de la opulencia, del consumo y del despilfarro. Me refiero a la liberación del corazón, prisionero del tener. Nuestras sociedades están llenas de cosas, pero las cosas nunca llenan el corazón del hombre. El hombre cuanto más tiene, menos es. Sólo Dios puede llenar el corazón del hombre, triste, a veces, de tanta nostalgia del cielo.
Pero dijimos que la salvación abarca también a todos los hombres sin excepción. Es una salvación universal (cf. Mt 28,19), porque es voluntad de Dios que todos los hombres se salven. Ya es hora, en consecuencia, de ir desterrando las posturas exclusivistas y los falsos privilegios de pensar que Dios nos pertenece sólo a nosotros. Ya es hora de ir desterrando el espíritu farisaico alojado en el fondo de nuestros corazones que nos impide a nosotros entrar en el Reino de los cielos, a la vez que no dejamos entrar a los demás (cf. Mt 23,13). Dios no es un objeto de pertenencia, como son las cosas. Dios no se deja abarcar; es más, nos trasciende, está por encima de nuestros cálculos humanos.
El Reino de Dios exige al creyente un cambio de vida: la conversión del corazón. Como bien dijo Jesús a Nicodemo, para asumir los valores del Reino hay que nacer de nuevo, es decir, hay que nacer del agua y del espíritu (cf. Jn 3,1-8). Es una conversión ad intra y también ad extra, en un camino de ida y vuelta de la persona toda y de todas las personas. Sin una conversión interna, ubicada y radicada en el corazón personal, no es posible una conversión externa, localizada en el corazón social. Cambiaremos la sociedad siempre que hayamos iniciado el camino del cambio en nosotros mismos.
Por ello, uno de los signos inequívocos de que el Reino de Dios no ha calado en nuestras vidas es cuando la confesión de nuestra fe queda descalificada por la manifestación de nuestros hechos; en el fondo, el paganismo está más cerca de cada uno de nosotros de lo que imaginamos y sospechamos.
La irrupción explícita de Jesús en la historia va acompañada de un triple momento: fe, conversión y seguimiento. Aceptar y seguir a Jesucristo supone hacer viva en cada uno de nosotros su obra de liberación: vaciar nuestro interior de todas las cosas de este mundo, para llenarlo de Dios. Bien lo expresó San Francisco de Asís cuando decía: «¡Soy libre! ¡Soy libre! No tengo ningún Señor, sólo sirvo a Dios».
Mis queridos amigos todos, seamos servidores de Dios, única verdad que nos salva y nos libera. Llenemos nuestro corazón de Dios para así conocer la verdad, y la verdad misma nos hará libres (cf. J n 8,32).

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