viernes, 25 de marzo de 2016

Domingo de Pascua de Resurrección

Hch 10,14.37-43: Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver.
Col 3,1-4: Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo.
Jn 20,1-9: Él había de resucitar de entre los muertos.

En ocasiones se ha definido el cristianismo como una vertiente más del humanismo en sus múltiples facetas. Una definición ésta no exenta de su parte de verdad, pero, al mismo tiempo, una definición que esconde graves e incluso peligrosos riesgos.
En efecto, es indudable que lo humano es base sine qua non de todo lo cristiano, porque es imposible un cristianismo desencarnado. Pensar y vivir el cristianismo al margen de lo humano fue y si ººgue siendo el craso error de todo tipo de gnosticismo, que conlleva la falsación de todo el Evangelio, y de la misma figura de Jesús, y en Él de Dios, encarnado y manifestado en nuestra historia humana. Pero no es menos cierto, que centrar todo lo cristiano exclusivamente en lo humano, y nada más que en lo humano, es un reduccionismo peligroso que mutila nada más y nada menos que toda dimensión de trascendencia, esencialidad irreductible del ser cristiano, desembocando en lo que comúnmente se dice un cristianismo «de tejas para abajo». Es el cristianismo de la paradoja y de la contradicción, «creer en Dios al margen de Dios».
La Pascua es la fiesta de la vida, de la luz y del color de la resurrección de Jesucristo. Es la fiesta de la esperanza que nos lanza a depositar nuestra fe en el corazón de Dios, Padre y Señor de la vida. Y, por tanto, es la fiesta que nos invita a autotrascendemos, a volar alto, a mirar por encima de nuestras cabezas.
La cruz redentora no acaba en la muerte del frío sepulcro; si así fuera, no sería redentora. La cruz y la muerte de Jesús carecen de sentido si el mismo Jesús que ha sido clavado en cruz y ha muerto no ha resucitado. Por tanto, no hay cruz sin gloria. Si Cristo no ha resucitado «vana es nuestra fe» (1 Cor 15,14). Si sólo para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de los hombres (cf. 1 Cor 15,17.19).
Texto escandaloso a los oídos de muchos contemporáneos sensibles, por otra parte, al carácter gratuito de la vida, a apostar por la vida porque sí, porque la vida se justifica por sí misma y no necesita finalidad exterior a ella. Es, ni más ni menos, la versión secularizada de aquellos versos famosos: «Aunque no hubiera cielo yo te amara».
El misterio de la Resurrección de Jesús es una llamada y una respuesta de Dios al hombre. Es una llamada de Dios a vivir la vida en plenitud, con gozo y con alegría, con libertad -la libertad de los hijos de Dios- anclada en la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32), sin ataduras humanas de ningún tipo, porque su meta no es la encarnación encarnada, sino la encarnación resucitada. Su meta no es el reino de los hombres, sino el Reino de Dios. Sólo es libre la libertad que, transformando la historia, trasciende la historia misma porque entiende que en ésta no se encuentra su plena realización sino en Dios.
Pero la resurrección es también una respuesta de Dios al hombre, a cada uno de nosotros. Dios nos dice que la vida no es un sinsentido, ni un absurdo, y que, en consecuencia, merece la pena ser vivida a fondo. No todo acaba en la muerte. La muerte es sólo el paso necesario e ineludible para la vida.
La pregunta clave es ¿por qué y para qué vivimos? Vivir no es solamente durar. Vivir con sentido es trascenderse, saltar cualitativa e incesantemente de la mediocridad a cotas mayores de sentido y de plenitud. No necesitamos a Dios sólo para morir consolados, sino para vivir con sentido, para creer que vale la pena vivir generosamente en plenitud y amar profundamente siempre. Ése es el único nexo entre el hoy y el mañana definitivo. La pulsión fundamental del hombre -y por desgracia, más pertinazmente sofocada- es darse, ofrendarse, salir de sí hacia el otro que lo colme.
¿Cómo hacer inteligible la Resurrección de Jesús y nuestra propia resurrección en el horizonte de un mundo que ha dejado de creer en Dios y está en trance de no creer en el hombre, cuando rechazó antes a Dios pensando que así apostaba por el hombre?
La fe cristiana reconoce en Jesús, en su vida, la manera de vivir y de ser de Dios como amor en el mundo y en el tiempo. Este amor le da sentido a la vida e introduce en ella un elemento que ya es anticipo de la vida eterna: la muerte es la ruptura con lo que en la vida hay no ya solo de pecaminoso sino esencialmente de limitación.
Un hombre viviendo la vida de Dios es un hombre que descubre el más allá -la dimensión de eternidad- en el más acá del tiempo, pero, a la vez, espera encontrar una vida que, sin ser fusión y pérdida en el infinito, sí sea plenitud y transparencia, en la que la comunicación, la libertad, la igualdad, la sencillez, la paz no sean experiencias precarias, aspiraciones que se esfuman sin dejar huellas, sino un estado permanente sostenido por el amor de Dios.
De esa vida, el creyente no tiene evidencias ni comprobación posibles; y esto es lo que le cuesta entender, porque en el fondo sigue muy aferrado a su historia; la historia que palpa, pero que, quizá, no «ve» porque no la trasciende.
Creer en la resurrección no es sólo ver las cosas de otra manera, con la esperanza de que lo que es imposible para los hombres es posible para Dios. Es, además, y al mismo tiempo, creer en la alternativa de Dios, porque la resurrección pone en pie la esperanza humana, no como las utopías humanas, que no pasan de ser meras, pobres y efímeras ilusiones humanas, sino como un acontecimiento real: Jesús fue aquél que vivió de tal manera que acabó en la resurrección. Su comunión con Dios como Padre la vivió con los hombres como hermanos.
Frente a la necrofilia actual disfrazada de amor a la vida, de esfuerzos desesperados e inútiles por vivir mejor desde las claves del materialismo y del hedonismo, Jesús nos dio una imagen de Dios y del hombre a partir de la cual, y sólo a ese precio, se le hará al hombre accesible Dios: el hombre mismo y el significado de la resurrección como la buena noticia. Lo descubren quienes experimentan un prodigioso rejuvenecimiento al desembarazarse de tantas protecciones infantiles y artificiales y entran a formar parte de la fraternidad de los pobres, de los ancianos, de los enfermos. Reconociéndolos como hermanos, reciben de ellos, en recompensa, la revolución de su propia humanidad. Quien ha cuidado enfermos, comprendido al joven cargado de problemas, tratado con minusválidos, sabe qué tesoros de humanidad reservan para quienes se detienen en su vertiginosa carrera a ninguna parte.
El problema, por tanto, no es si existe una vida después de la muerte, sino si existe una vida después del nacimiento; si se puede nacer de nuevo (cf. Jn 3,1-8), después de haber envejecido prematuramente por rutina, mediocridad o egoísmo. Jesús es el resucitado porque vivió la vida de Dios, y su modo de vivir y de morir llevaba ya dentro el germen de Dios que no muere.
Para el cristiano hay dos cosas claras frente a los que esperan que el hombre se salve a sí mismo: una fe que se funda en el «hacerse hombre» de Dios tiene interceptada toda huida del mundo; y una fe que recibe totalmente la iniciativa de Dios tiene prohibido todo empeño de introducir la salvación de Dios a la fuerza. El cristiano tiene que asumir la tarea de construir el mundo, tiene que colaborar en la obra de la salvación sin sucumbir a la tentación prometeica. Éste es el mensaje total de la Resurrección de Jesús.

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