jueves, 21 de abril de 2016

Quinto domingo de Pascua

Hch 14,21-26: Les contaron a la comunidad lo que Dios había hecho por medio de ellos.
Ap 21,1-5: Vi un cielo nuevo y una tierra nueva.
Jn 13,31-35: Que os améis unos a otros como yo os he amado.

Ya es un tópico afirmar que nuestro mundo es un mundo dividido, donde las guerras, los odios, los enfrentamientos, las discriminaciones y las esclavitudes campean a sus anchas. Nuestro mundo, por tanto, no es «el mejor de los mundos posibles», como afirmó el filósofo alemán Leibniz. Pero tampoco es ese «malévolo infIerno» sartriano. Nuestro mundo es como es, siempre susceptible de ser mejorado y renovado desde sus cimientos mismos. De ahí que, como bien expresa la Encíclica Rerum novarum, «lo mejor que puede hacerse es ver las cosas humanas como son y buscar al mismo tiempo por otros medios [ ... ] el oportuno alivio de los males» (n.13). Por eso, no es un mundo ya creado, sino que lo estamos creando; no es un mundo ya acabado, sino en proceso constante de transformación.
Cuando Dios creó el mundo, invitó al hombre a co-crear con Él; es decir, Dios puso el mundo en las manos del hombre y le encargó que lo modelara y lo perfeccionara con su propio trabajo (cf. Gén 1,28). Este contexto de mandamiento divino nos lleva a plantearnos la siguiente pregunta, ¿cómo está cumpliendo el hombre el encargo que Dios le hizo? Es una pregunta que cada uno en particular tiene que responder porque todos somos responsables de la «marcha» del mundo, cada uno según su medida, pero responsables al fin y al cabo.
Si en estos momentos de la historia que nos ha tocado vivir percibimos un fuerte deterioro de nuestro mundo, tendremos que preguntarnos qué le pasa al hombre; qué nos pasa a cada uno de nosotros. Porque lo que está claro es que la ruptura externa que apreciamos en nuestro entorno es fiel reflejo de la ruptura interna que el hombre padece en su corazón. Las divisiones, las guerras, los odios, y tantos otros males se gestan y desarrollan en el interior del hombre, repercutiendo directamente en sus circunstancias sociales: «De dentro del corazón hombre, salen las malas ideas: inmoralidades, robos, adulterios, codicias, perversidades... » (Mc 7,22-23).
Con todo, algo bueno ha de tener el hombre cuando Dios le encarga la misión de transformar el mundo. Es más, el hombre que ha salido directamente de las manos del Creador, que lo modeló «a su imagen y semejanza» (cf. Gén 1,26-27), tiene que ser bueno por naturaleza, porque no sería compatible la bondad y perfección divina con la maldad humana. Por eso, Dios que es amor (cf. 1 Jn 4,8) nos creó y nos hizo un llamamiento para el amor, única realidad que nos madura y que nos hace crecer como personas, tanto hacia dentro como hacia fuera. El amor es el que hace que seamos imagen y semejanza de Dios; el que nos convierte en hijos de Dios.
El amor es el signo más palpable de la Pascua por la que Cristo, su Resurrección, ha renovado todas las cosas. Por eso nos propone un mandamiento nuevo, como eje central de los nuevos tiempos que Él ha inaugurado y que tienen su cuImen en la Pascua. Atrás quedó la dinámica del «círculo vicioso» de la ley del talión, que cuanto más se aplicaba, más endurecía y más enquistaba el corazón del hombre. El mandamiento nuevo que Jesús nos propone rompe con esa dinámica de pecado, para instalarnos en la dinámica de Dios; es decir, en la dinámica de la gracia, de la generosidad y de la misericordia. Este mandamiento no implica otra cosa que ser fiel a la vocación para la que Dios nos ha creado: al amor.
El amor es, en consecuencia, la herramienta de trabajo con la que tenemos que transformarnos y recrearnos personalmente, para después transformar y recrear nuestro mundo. La ley del amor es la única que es capaz de hacer realidad que nuestro mundo sea «el mejor los mundos posibles». No hay más alternativas. Porque esa fue también la única alternativa por la que Jesús se decidió en su vida, siendo fiel a ella hasta sus últimas consecuencias. Y lo suyo no fue una utopía, un sueño que pasó, como pensaron irónicamente el grupo de quienes nunca lo creyeron. Lo suyo fue tan real que todo lo que hizo, lo hizo bien; por eso, la mejor síntesis que se ha hecho de Jesús, tanto en sus dichos como en sus hechos, es la que hicieron los apóstoles cuando se lanzaron a predicar por todo el mundo el hecho gozoso de la Pascua. Para los apóstoles, Jesús fue un hombre que pasó haciendo el bien.
No hay otro amor como el de Jesús, donde los hombres encuentran su sentido de plenitud. Jesús optó por la utopía de la misericordia para al hombre a Dios y al mismo hombre; para desarrollar el sentimiento de hermandad y fraternidad entre todos los pueblos de la tierra. Por ello, no hay mejor programa para realizar el mandamiento de Jesús que las bienaventuranzas (cf. Mt 5,1-12), expresión sublime y concreta del amor.
Ante el desafío del nuevo siglo y milenio que se nos avecina, no podemos seguir siendo meros espectadores, cuando no colaboradores, de un mundo que se desangra por los cuatro costados. Como cristianos, hemos de inyectar buenas dosis de esperanza, de paz, de unión, de amor, en una palabra. Pero, para que eso sea posible, es necesario que seamos unos auténticos y fieles cristianos que vivimos «a pies juntillas» la única ley que nos hace libres, la ley del amor.
Mis queridos amigos, rompamos con los egoísmos que nos atenazan y esclavizan, impidiéndonos llevar a efecto la vocación para la que hemos sido creados, el amor. Abramos de par en par las puertas de nuestro corazón al amor que nos hace libres y que libera todo lo que toca. Sólo el amor, y nada más que el amor es capaz de truncar la espiral y el círculo vicioso de la violencia, de las divisiones, de las guerras. Cambiemos para siempre el dicho «si quieres la paz, prepara la guerra», por el dicho «si quieres la paz, ama».

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