viernes, 6 de mayo de 2016

Séptimo domingo de Pascua. Fiesta de la Ascensión

Hch 1,1-11: Lo vieron subir hasta que una nube lo ocultó a sus ojos.
Heb 9,24-28; 10,19-23: El Mesías entró en el mismo cielo.
Lc 24,46-53: Mientras los bendecía, se lo llevaron al cielo.

Celebramos hoy la fiesta de la Ascensión del Señor. Una gran fiesta que desde el siglo IV la Iglesia viene celebrando litúrgicamente.
La Ascensión del Señor es la fiesta de la esperanza, de la culminación de nuestros deseos de plenitud y de eternidad. Con la fiesta de la Ascensión proclamamos que Jesús es el Señor absoluto de la historia, y, en cuanto tal, está sentado a la derecha de Dios Padre. Pero del mismo modo que el Resucitado vive en la gloria del Padre y goza de la eternidad y de la soberanía propia de quien es Dios, así nosotros, que fuimos salvados por su Muerte y Resurrección, seremos incorporados por Él a su gloria. Sin embargo, conviene acotar bien los términos y la realidad en la que nos movemos.
En primer lugar, Dios, en quien creemos, vivimos y existimos, no es una bella ensoñación; su paraíso no es un hermoso paisaje o un lugar idílico, propio de los cuentos de hadas. Pensar así es pensar en un cielo inexistente producto de la imaginación del hombre. El cielo, por tanto, no está aquí o allí; ni es así o de la otra manera. Todo lo que pensemos acerca de esta realidad es un puro pensar. El cielo, la gloria de Dios está aquí y allí; en el <<más allá>> y en el <<más acá>>. Quiero decir que el cielo es una realidad, no un sitio material. Una realidad que viene a expresarnos que Dios no es el <<eternamente ausente>>. Dios no nos ha abandonado. Jesucristo no ha <<ascendido>> al cielo y se ha olvidado de la tierra. Jesucristo ha <<ascendido>> al corazón de Dios, y desde él llena de vida e ilumina con su luz el mismo corazón de la historia humana: <<Mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo>> (Mt 28,20). En consecuencia, el corazón de Dios sigue operando en la historia y la sigue salvando desde dentro, imprimiéndole la fuerza y el dinamismo que la hace caminar hacia su propia meta: Cristo Jesús, el Señor.
En segundo lugar, la esperanza cristiana de nuestra total y definitiva consumación no es una espera ilusoria, pasiva, consoladora, al modo de <<opio del pueblo>< marxista. Tampoco es una bella utopía alienante y alienadora. Es, más bien, una realidad notoria, clara, patente. Del mismo modo que Jesucristo resucitado y glorificado permanece entre nosotros, así también nosotros debemos permanecer atentos y vigilantes a nuestras propias responsabilidades.
La fiesta de la Ascensión del Señor no nos está invitando en modo alguno a <<mirar>> solamente al cielo, olvidándonos de la tierra; es decir, no es la fiesta del <<escapismo>>, de soñar despiertos en un <<más allá>> y no echar cuenta del <<más acá>>. No es la fiesta, en consecuencia, que nos invita a quedarnos con la verticalidad de la cruz, que es absolutamente gratificante, y a olvidarnos de la horizontalidad, que es lacerante y mortificante. Es una fiesta que nos invita a <<mirar>> al cielo, sí, pero con los pies bien asentados en la tierra: <<Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?>> (Hch 1,11). Es decir, es una invitación constante y permanente a salvar la historia humana desde dentro, teniendo como objetivo último la gloria de Dios, su plenitud y perfección total. La fe en Dios y la confianza absoluta de encontrarnos con Él en el cielo no nos eximen en modo alguno de nuestros compromisos y responsabilidades cristianas de cada día. No debemos caer en la trampa de vivir un cristianismo desencarnado, porque entonces le daríamos la razón a Marx; tampoco, la postura opuesta; es decir, mirar tanto a la tierra que nos olvidemos del cielo, porque en este caso convertiríamos el cristianismo en un humanismo más sin trascendencia. El cristianismo auténtico es ambas cosas: verticalidad y horizontalidad, cielo y tierra, lo divino y lo humano, Dios y el hombre. Es la síntesis que se compendia en el gran mandamiento: amor a Dios y amor al prójimo.
En consecuencia, la fiesta de la Ascensión del Señor es una invitación a recordar nuestra identidad y nuestros compromisos cristianos; a caminar con los pies firmes en la tierra, pero sin perder de vista el cielo, es decir, nuestro objetivo último: Dios. De lo contrario, corremos el riesgo de la total inmanencia, de salvarnos sin Dios. Y si alienante es la postura de <<mirar a lo alto>> olvidándonos de la tierra, también lo es la de quedarnos <<aquí abajo>>, pensando que lo humano es lo definitivo. Dos actitudes de vida opuestas que hemos de evitar: un angelismo y un espiritualismo desencarnado, por una parte, y un apostolado sin alma, por otra. Hemos de tener un gran sentido de la realidad, pero sin renunciar a la esperanza cristiana, auténtico motor que nos impulsa e invita permanentemente al compromiso de cada día.
Asumir los peligros que nos amenazan, pero sin ceder a la tentación de refugiarnos en cómodos <<cielos>>, que no son otra cosa que una vulgar caricatura del Cielo. La fiesta de la Ascensión es una invitación a toda la Iglesia en general y a cada cristiano en particular a caminar por los senderos de la historia anunciando la Buena Nueva de la salvación en cumplimiento del mandato de Jesús: <<Id por todo el mundo anunciando el Evangelio>> (Mc 16,15). Igualmente, es una invitación a realizar nuestra propia y peculiar ascensión. Por ello, ¿ascendemos o descendemos en el termómetro de nuestra vida y compromisos cristianos? ¿Ascendemos o descendemos cuando le tomamos el pulso diario al estado de nuestra fe?
Queridos amigos, la fiesta de la Ascensión del Señor es un camino de esperanza que tiene que ser recorrido por todos nosotros, seguidores de Cristo. Él, nuestro jefe y guía, camina delante para, así, conducirnos a la plenitud de la vida y a la intimidad del corazón de Dios.

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